La caballería de los Estados
Unidos se dispone a bailar un rigodón, en ‘Fort Apache’ (John Ford, 1948).
La pandemia ha
impuesto condiciones draconianas en el ámbito de la Unión Europea, y las
cancillerías bailan el rigodón al compás de esa música.
Lógico.
Se delinean dos
posiciones: de un lado los países del sur, más castigados por la plaga, y del
otro los del norte, encastillados en su zona de confort.
Hay un tercer grupo
de naciones, al este, con rentas per cápita muy bajas y gobiernos dispuestos a
seguir a ciegas cualquier sugerencia del centro neoliberal de los negocios
globales. La infección del coronavirus ha llegado hasta allí también, pero cierran
filas y no publicitan sus bajas. Su estrategia de fondo es la de atraer capitales;
no la de reclamar mascarillas y respiradores.
Este y Oeste se
confunden en el tablero; la confrontación principal se establece ahora en el
eje Norte-Sur.
Con una correlación
de fuerzas jodida.
En este asunto
cavilo que la teología calvinista no tiene mucho que ver. Tampoco, a decir
verdad, la luz de Trento. Todo transcurre en un plano situado más a ras de
tierra, el de los intereses inmediatos. Mark Rutte, el primer ministro
neerlandés, que preside un gobierno de la derecha habitual con una mayoría prendida
con alfileres y pendiente de la condescendencia con que lo examine desde fuera
el Partido llamado “de la Libertad”, de ultraderecha supremacista, se ha alineado
sin escrúpulo con la conocida tesis de que los europeos del sur somos cigarras
despilfarradoras, y los del norte hormiguitas laboriosas.
No es más que un
relato, pero estamos en una época en la que los relatos funcionan. Cuanto más fakes, más likes reciben; cuanto más inverosímiles, de mayores cotas de credulidad
se benefician.
En España, Vox
aprieta a fondo las clavijas del PP y tal vez (Arrimadas se nos ha travestido
de esfinge) del Cs, para derribar el gobierno de progreso por fas o por nefas,
con o sin coronavirus.
En Cataluña, el
hombre de Waterloo y sus monaguillos/as centran sus esfuerzos en difundir el mismo
relato que circula por los Países Bajos, en busca de complicidades non sanctas
para su plan maestro: primero la República, después el Diluvio. Puigdemont adula
a su vecindón Jeroen Dijsselbloem, y atipla la voz para sostener que España, la
España remanente después de separada Cataluña, no tiene remedio y es necesario apartarla
del reducido círculo de los predestinados que sobrevivirán al Armagedón que se
avecina. Es la canción del Fariseo: “Te doy gracias, Señor, por no ser como
este mísero publicano que tengo aquí al lado de rodillas…”
Evoluciona por el
salón de baile el rigodón de las derechonas. La letra es nueva para la ocasión,
pero la música es la misma de siempre.
El camino de las
izquierdas, el que conduce al progreso sostenible, es más empinado. En ese camino, no se
puede perder Europa, no se puede regalarla a los Rutte, las Merkel, los Putin,
y menos aún convertirla en presa de los Le Pen, los Orban, los Kaczinski, los
Puigdemont. Europa, atravesada de contradicciones, sigue siéndonos
imprescindible para no caer, “como cuerpo muerto cae” que dijo el Dante, en el
abismo de la servidumbre voluntaria respecto a las fuerzas desatadas de los Mercados.
Fortalecer lo
público y lo común, desplegar alternativas innovadoras capaces de dar la vuelta
al fatalismo resignado que está impregnando tantas voluntades débiles, implica consolidar
en primer lugar los poderes del Estado frente al Mercado; y en
segundo lugar, recuperar la Unión Europea como un ámbito común de libertad, solidaridad
y prosperidad, frente a las Troikas que ya han decretado para nosotros el mismo
destino, el rescate financiero, al que en su momento condenaron a Tsipras, el
Precursor.