Al español lo
llaman algunos castellano, pero esa me parece una apropiación indebida. Son reconocibles a uno y otro lado del
Atlántico los elementos básicos de una lengua común, pero esta ha variado de forma muy considerable desde sus posibles
orígenes en el monasterio de la Cogolla, de modo que el léxico es muy distinto de
unas a otras latitudes, y además está la cuestión del acento, el deje, la
música de las palabras, que es un patrimonio enteramente local, tan
identificador como el ADN. Mi amigo Daniel Martín acaba de comentar en facebook
lo bonito que es el acento andaluz y lo bien que suena. Le corrijo: no hay un
acento andaluz, hay diez mil acentos andaluces diferentes entre ellos, muy distinguibles
los de la Andalucía oriental y los de la occidental.
Pero esa situación no
es privativa de Andalucía. Lucio Urtubia se expresaba con el acento de su Cascante
natal, incluso en francés. En sus memorias cuenta que, llevando ya muchísimos
años fuera, conoció a otro español y nada más oírle hablar le preguntó: “De la
Ribera navarra, ¿no?” Era de Murchante.
En uno de los
cuentecillos de Jesús Moncada, el gran cronista de Mequinensa, se presenta a sí
mismo recién investido de secretario municipal y en el acto de tomar en Lleida
un autobús para ir a tomar posesión de su cargo. El hombre que le expende el
billete le advierte de que vaya con cuidado porque el autobús de Mequinensa
lleva el letrero de Tamarite. Hay dos autobuses con el mismo letrero, uno va en
efecto a Tamarite y el otro a Mequinensa. “¿Y cómo sé yo cuál es el bueno?”,
pregunta él, y el hombre lo mira con asombro: “Pues por el habla de la gente,
claro. El acento es completamente distinto.”
Solo he visto al escritor y académico Luis Mateo Díez una vez, a la puerta de un supermercado de Los Molinos, en la
Sierra madrileña. Voceaba algo en dirección a su esposa, que había entrado a
comprar, y el acento era muy parecido al de mi amigo el filólogo Santi Alcoba,
que es de Santa Marina del Rey, León. Díez es de Villablino. Lleva la tira de
años en Madrid, pero el habla de Madrid no le infunde carácter, se añade simplemente
al sustrato original. Díez habla ─y lo que es más importante, escribe─ con el
acento de su tierra natal. Le han dado el Premio Nacional de las Letras como
«heredero de una cultura oral en la que nace y de la que registra su progresiva
desaparición.»
Puede que esa “progresiva
desaparición” no sea irreversible. Que la gran migración ocurrida en el siglo
pasado desde los pueblos hacia las áreas metropolitanas de las grandes
ciudades, encuentre un camino de regreso. Que lo viejo y lo nuevo, el campo y
la ciudad, la tradición oral y la lengua estandarizada que escupen los
instrumentos electrónicos, sean en último término compatibles y consigan
coexistir en un ecosistema reequilibrado enteramente nuevo.
Luis Mateo Díez ha
dejado hitos que indican con mucha claridad esa posible dirección de las cosas
de la vida. Lean “La fuente de la edad”, “La ruina del cielo” o alguna de sus
colecciones de relatos, y se convencerán.