Carmen y yo frente al Erecteion, ayer.
Abajo, nueva edición de un ‘déjà vu’: nosotros y el Partenón.
Aprovechando que
era día de visita gratuita, hicimos ayer el “peripatos” (el paseo circular) de
la Acrópolis, y así nos enteramos de que están instalando un ascensor por la
ladera Norte.
Es el momento
adecuado, seguramente, para una obra de esas características. En Grecia la
mascarilla es obligatoria en la calle desde la semana pasada (antes, solo en
espacios cerrados), y mañana martes cierran los bares, cines, teatros, museos y
comercios no indispensables. También hay cierre perimetral de los nomos, de
modo que no podremos movernos del Ática.
El rebrote de la
pandemia, que sin embargo no ha alcanzado en ningún momento las dimensiones de
países como España, y el reflujo del turismo internacional, indican la
oportunidad de emprender obras de mejora de las infraestructuras. Un tipo de
inversión razonable, a medio plazo; ¿piensan las autoridades autonómicas
españolas en algo así?
Volviendo al
ascensor para la Acrópolis, es un aditamento sin duda útil, pero contraría la
idea, muy arraigada en mí, de la ascensión a la antigua fortaleza como una
ascesis, es decir, algo que se hace con esfuerzo porque solo así tiene su
recompensa.
Y es que la subida hasta
el Partenón, precedida por el prolongado recorrido de la ladera Sur, donde
están el teatro de Dionisos y el Odeón de Herodes Ático, además de los restos
de algunos templos menores, y el trabajoso camino entre mirtos y acebuches, pisando
mármoles, hasta los Propíleos, comporta una elevación, no solo desde el plano
de la ciudad al de la montaña, sino desde el plano de lo profano a lo sagrado,
desde lo cotidiano a lo indecible.
Arriba nos esperan
los dos grandes templos: el Partenón, cifra y compendio del Cosmos bien
ordenado, y el Erecteion edificado en tres niveles aprovechando un desmonte,
con su sorprendente balcón de las Cariátides.
Ahora todo ese
conjunto puede parecer obvio, pero alguien tuvo que imaginarlo. Lo hemos visto
mil veces, en reproducciones. Lo vimos ayer, en una mañana ventosa, de tiempo
revuelto. Desde arriba se percibe toda la extensión de Atenas. En el entorno,
por el norte, las dos ágoras y el Theseion; hacia el sur, el templo de Zeus, el
pórtico de Adriano y el estadio. El monte Licavittos y la colina del monumento
a Filopapo miran a la Acrópolis desde una media distancia. Al fondo, por el
este, el Himeto, mientras hacia el sur espejea el mar en la ensenada de Fáliro
y, lejos hacia el este, surgen del golfo Sarónico el perfil de Salamina y las edificaciones de Eleusis, que ya no guardan el misterio
de las estaciones sino que exhiben chimeneas de refinerías.
Es una exageración
abusiva sostener que este paisaje ha quedado impreso para siempre en nuestro ADN
cultural.
Pero de todos
modos, lo pienso así.