Portada antigua de la revista 'Time'. Algunos analistas apócrifos han creído identificar al personaje que
aparece a la izquierda como Carles Puigdemont.
Trump es un
autócrata caprichoso, Puigdemont también. Los dos cuentan con los votos de
medio país, y con el aborrecimiento sincero del otro medio. (Hay mucha
diferencia en kilómetros cuadrados y habitantes entre el país del uno y el del
otro, de acuerdo, pero el principio es el mismo). Los dos fabulan y viven en una
burbuja paralela que prescinde de los datos de la realidad comprobada
experimentalmente.
La diferencia entre
los dos, es que Trump está convencido de su papel, y Puchi sabe en el fondo que
miente. Trump es un enfermo que delira, Puchi un vivales capaz de vender el
monumento a Colón a un turista desprevenido.
Cuando vivió su
momento álgido, y medio país le convocaba a realizar el sueño de dicha de una
comunidad enquistada en su particular regla de tres, Puchi proclamó la
República catalana, la desproclamó a los ocho segundos, llamó a sus leales a
una reunión para el día siguiente en el Palau de la Generalitat, y picó soleta
hacia lugares de difícil extradición.
Eso, Trump jamás lo
habría hecho.
Al contrario que
Puigdemont, Trump cree hasta el final en su carisma y en la causa que encabeza.
Ahí lo tienen desde su ensueño roto, asegurando que litigará hasta el final y
que es víctima de un fraude debido a la conjura en su contra de “los grandes medios,
las empresas tecnológicas y Wall Street”. En sustancia, viene a ser la misma conjura
que denuncia también Puchi, salvando las distancias: los grandes medios, la
España opresora, los intereses madrileños.
Trump se cree lo
que dice, todo es blanco o negro, en su cerebro no caben los matices. Puigdemont
declama lo que le interesa, desde la única convicción de que en este mundo
cruel nada es verdad ni es mentira.
Tres cadenas de
televisión han interrumpido el discurso que ofrecía Trump en directo sobre el leitmotiv indicado.
Eso, TV3 jamás lo
habría hecho con Puigdemont.