Tito Márquez en primer plano,
charlando con Enric Cama, otro de los indispensables. El lugar es, si no me
equivoco, el parc de la Ciutadella, y el motivo, alguna manifestación en los
primeros años de la legalidad. He tomado la foto del blog ‘Metiendo bulla’.
Tito estaba allí
cuando yo llegué (por una carambola a varias bandas) a la Secretaría de
Organización de las Comisiones de Cataluña; Tito siguió allí cuando yo me fui a
otro lado. Tito encarnaba en su persona la memoria histórica y la identidad
última de una institución que, como todas, tenía serios problemas de memoria y de
identidad.
Pensé en él mientras
escribía, en estas mismas páginas y a propósito de una relectura de La gente de Smiley, de John Le Carré: «Ante la negativa destemplada de los Enderby, los
Lacon y demás altos funcionarios del Circus, Smiley recurre para llevar
adelante su investigación a la “gente” que considera “suya”: [gente que] posee memoria histórica,
mientras que la institución que les ha dado cobijo carece de ella, en absoluto.
Para las instituciones la memoria es solo un estorbo del que hay que
desprenderse en aras de la eficacia operativa.» (1)
José Luis López Bulla ha
contado que en los años 72-73, después de la caída del 1.001, el secretariado
de las comisiones obreras catalanas se reunía en la casa de Georgina Villanueva
y Tito Márquez, en la calle Nou Pins. Tito nunca se situó en la línea de las
candilejas; pero siempre tuvo su lugar asignado en un segundo plano discreto, fue
un inquilino asiduo de las habitaciones de atrás, esas donde se hace el trabajo
de base, donde se construye con materiales más sólidos que vistosos.
Conocía los nombres y
apellidos, los domicilios y las circunstancias de todos los dirigentes locales
de una organización que empezaba apenas a tomar forma, circunstancia que me
sirvió de ayuda inapreciable en el proceso que emprendimos en aquellos años, no
para “constituir” un sindicato que ya estaba formalmente constituido, sino para
hilvanar las distintas partes componentes y darles un sentido de unidad, de
identidad y de jerarquía. Viajamos juntos muchas veces (él me “presentaba” a
personas a las que yo nunca había visto antes y que por su parte nunca habían
oído hablar de mí). Escuchábamos sus problemas y buscábamos soluciones. También
les pedíamos las actas de los congresos o conferencias en los que habían sido
elegidos; eran formalidades que entonces muchas veces se olvidaban.
Tito tuvo durante años en la
cabeza la memoria de toda la organización. A veces refunfuñaba porque no se
acordaba bien de algún detalle: «Esto se está haciendo demasiado grande para
mí», decía.
Nunca le vino demasiado grande
la historia y la organización del sindicato, esa es la verdad. Muchos años
después, en una conferencia a la que, ya jubilado, asistí en los locales de Vía
Layetana, se me acercó con su característica media sonrisa y me comentó que Ángel
(Rozas) y él competían para ver cuál de los dos se acordaba de menos cosas, en
un momento en que la memoria personal empezaba ya a enredarse en una nebulosa
cada día un poco más espesa.
Aprovechó para informarme, de
pasada, de que no se encontraba bien; tenía achaques serios, y el médico le
había dicho que no iba a tener cuerda para mucho rato más.
Le miré atónito porque
comprendí de pronto que, igual que tantas veces me había acompañado para “presentarme”,
ahora venía a despedirse. Dejó escapar una risita y se encogió de hombros; Tito
siempre fue el hombre menos grandilocuente que uno puede imaginar. Nos dimos un
fuerte abrazo. Murió durante una de mis largas visitas a Grecia para estar con
mis nietos; pocas semanas antes o después que Ángel Rozas. No pude acompañar a
ninguno de los dos en ese trance último. José Luis López Bulla me dio la
noticia por correo, en los dos casos.
(1) http://vamosapollas.blogspot.com/2015/08/parabola-de-la-gente.html