San Esteban del Valle, desde
San Andrés.
Almudena García
Drake, alcaldesa de San Esteban del Valle, una pequeña población del Valle del
Tiétar, escribe en eldiario.es para expresar con todo respeto el absurdo de una
norma que permite ir al supermercado a proveerse de alimentos, pese al riesgo
de infección, y prohíbe en cambio el trabajo en la soledad de un huerto familiar
en lugares en los que los supermercados quedan a kilómetros de distancia y en
cambio los pequeños huertos proporcionan un complemento alimentario necesario
para personas de renta disponible muy escasa.
La globalización ha
ido de la mano de la deslocalización. Comprar respiradores en China resulta más
barato que fabricarlos aquí. Es un dato, pero cuando un dato se convierte en
cuestión de principio, viene a descubrirse a la larga que no es lo mismo
depender de China que del tejido local de pequeñas empresas en circunstancias
en que el respirador se convierte de pronto en un elemento esencial para la
supervivencia.
Se ha dado más
importancia al negocio que a la vida, y la vida se venga matando el negocio. Se
ha dado más importancia a la economía que a las personas, y ahora las personas
se mueren y, ¡oh sorpresa!, la economía se muere con ellas. Es un pequeño
detalle que había sido omitido por los teóricos de la economía global. Se
encumbró una medicina globalizada, privatizada y financiarizada como el no va
más de la eficiencia, y seguramente lo es pero eso no quita se le mueran los
pacientes por racimos.
Los portavoces de la
cultura neoliberista insisten en que se trata de muertos mayoritariamente
ancianos, y por lo tanto gente inservible para el funcionamiento correcto de la
economía. La señora Lagarte ha sido muy clara al respecto, al señalar que es un
escándalo y un egoísmo inadmisible que la gente mayor viva tanto. Los viejos estaríamos
poniendo palos en las ruedas de una economía lanzada a velocidades de vértigo y
que no está para distraerse con trapos rojos sino que, como los morlacos que
criaron en tiempos don Juan Miura y sus herederos en Lora del Río, va
derechamente al bulto.
No solo la economía,
también el trabajo, ese componente esencial de la vida que de pronto perdió casi
todo su valor de cambio, se ha despegado del territorio. Las empresas se deslocalizan,
y si el capital es transnacional, la fuerza de trabajo va, como antes la risa, por
barrios, dado que se buscan los lugares con niveles salariales más modestos para
contratar el mayor número de personas por el menor tiempo y dinero posible.
Todo tiene un aire
de pesadilla. Y en estas un elemento diminuto pero real, el coronavirus, se ha
presentado al convite como el convidado de piedra se presentó delante de Don
Juan para reclamarle el pago íntegro de la deuda contraída.
Aldo Bonomi,
sociólogo italiano, ha señalado que la fuerza de trabajo debe sumar, a la conciencia
de clase, la conciencia de lugar. Otra manera de decir lo mismo es insistir en
la importancia de la comunidad. Las personas no estamos solas, somos nudos de
relaciones múltiples, y vivimos compartiendo de continuo cosas materiales, actividades, ideas,
experiencias, con otras personas. No tiene tanta importancia el encuadramiento
administrativo del lugar que cada cual ocupa en el mundo, sino el hecho de que se
trata de un suelo sólido y mensurable, que estaba ahí cuando vinimos al mundo y
que nos acogerá cuando lo abandonemos.
El lugar es algo
que nos pertenece y a lo que pertenecemos. La emigración es otra forma de
deslocalización, y siempre, incluso en el mejor de los casos, conlleva
desarraigo.
La primera
responsabilidad que tenemos en relación con el lugar donde habitamos, es
procurar que sea habitable. “Globalizar” en este sentido debe significar habitar
y llevar un bienestar igual a todo el mundo, sin discriminaciones. No, como se
viene haciendo, dejar crecer sin límite a un mismo tiempo las macro aglomeraciones
urbanas y los desiertos de los tártaros.