viernes, 24 de abril de 2020

CONCIENCIA DE LUGAR


San Esteban del Valle, desde San Andrés.


Almudena García Drake, alcaldesa de San Esteban del Valle, una pequeña población del Valle del Tiétar, escribe en eldiario.es para expresar con todo respeto el absurdo de una norma que permite ir al supermercado a proveerse de alimentos, pese al riesgo de infección, y prohíbe en cambio el trabajo en la soledad de un huerto familiar en lugares en los que los supermercados quedan a kilómetros de distancia y en cambio los pequeños huertos proporcionan un complemento alimentario necesario para personas de renta disponible muy escasa.

La globalización ha ido de la mano de la deslocalización. Comprar respiradores en China resulta más barato que fabricarlos aquí. Es un dato, pero cuando un dato se convierte en cuestión de principio, viene a descubrirse a la larga que no es lo mismo depender de China que del tejido local de pequeñas empresas en circunstancias en que el respirador se convierte de pronto en un elemento esencial para la supervivencia.

Se ha dado más importancia al negocio que a la vida, y la vida se venga matando el negocio. Se ha dado más importancia a la economía que a las personas, y ahora las personas se mueren y, ¡oh sorpresa!, la economía se muere con ellas. Es un pequeño detalle que había sido omitido por los teóricos de la economía global. Se encumbró una medicina globalizada, privatizada y financiarizada como el no va más de la eficiencia, y seguramente lo es pero eso no quita se le mueran los pacientes por racimos.

Los portavoces de la cultura neoliberista insisten en que se trata de muertos mayoritariamente ancianos, y por lo tanto gente inservible para el funcionamiento correcto de la economía. La señora Lagarte ha sido muy clara al respecto, al señalar que es un escándalo y un egoísmo inadmisible que la gente mayor viva tanto. Los viejos estaríamos poniendo palos en las ruedas de una economía lanzada a velocidades de vértigo y que no está para distraerse con trapos rojos sino que, como los morlacos que criaron en tiempos don Juan Miura y sus herederos en Lora del Río, va derechamente al bulto.

No solo la economía, también el trabajo, ese componente esencial de la vida que de pronto perdió casi todo su valor de cambio, se ha despegado del territorio. Las empresas se deslocalizan, y si el capital es transnacional, la fuerza de trabajo va, como antes la risa, por barrios, dado que se buscan los lugares con niveles salariales más modestos para contratar el mayor número de personas por el menor tiempo y dinero posible.

Todo tiene un aire de pesadilla. Y en estas un elemento diminuto pero real, el coronavirus, se ha presentado al convite como el convidado de piedra se presentó delante de Don Juan para reclamarle el pago íntegro de la deuda contraída.

Aldo Bonomi, sociólogo italiano, ha señalado que la fuerza de trabajo debe sumar, a la conciencia de clase, la conciencia de lugar. Otra manera de decir lo mismo es insistir en la importancia de la comunidad. Las personas no estamos solas, somos nudos de relaciones múltiples, y vivimos compartiendo de continuo cosas materiales, actividades, ideas, experiencias, con otras personas. No tiene tanta importancia el encuadramiento administrativo del lugar que cada cual ocupa en el mundo, sino el hecho de que se trata de un suelo sólido y mensurable, que estaba ahí cuando vinimos al mundo y que nos acogerá cuando lo abandonemos.

El lugar es algo que nos pertenece y a lo que pertenecemos. La emigración es otra forma de deslocalización, y siempre, incluso en el mejor de los casos, conlleva desarraigo.

La primera responsabilidad que tenemos en relación con el lugar donde habitamos, es procurar que sea habitable. “Globalizar” en este sentido debe significar habitar y llevar un bienestar igual a todo el mundo, sin discriminaciones. No, como se viene haciendo, dejar crecer sin límite a un mismo tiempo las macro aglomeraciones urbanas y los desiertos de los tártaros.