Don Alfredo Beltrá, párroco de
Sax (Alicante), bendice las calles de la población con la custodia para alejar el
coronavirus. Según los medios, portaba también en su periplo las reliquias del
santo local, el permiso expreso de la alcaldía y el acompañamiento de una
pareja de la guardia civil.
En esta crisis de
dimensiones bíblicas, Pablo Casado, jefe de la oposición, ha pedido al Congreso
de los Diputados que las banderas ondeen a media asta.
Loable medida, pero puede
mejorarse todavía más. El ejemplo lo han dado el párroco y las fuerzas vivas de
Sax: se puede bajar las banderas a media asta y además pasear la custodia. Y si
hacemos caso de doña Pilar Gutiérrez, que nos lo viene advirtiendo desde hace
tiempo, se puede además retornar la momia del invicto Caudillo a su lugar
habitual de reposo bajo la Cruz del Valle.
Doña Nuria de
Gispert es partidaria de otras medidas, divergentes pero planteadas en la misma
línea de principio: proclamando la República en Catalunya, sugiere, se ahorrarían
muertes. Muertes de catalanes/as, por supuesto, que son las que le importan.
Si se hiciera todo
ello a la vez, tendría sin duda un efecto benéfico en el personal, si bien sería
un efecto difícil de cuantificar (yo he hablado en esta misma bitácora de “efecto
placebo”, que no cura pero consuela mucho al paciente).
Sin embargo, y voy
a decirlo con un mantra muy repetido estos días, las medidas de ese género llegarían
tarde. Muy, muy tarde. Irremisiblemente tarde.
Es que, fíjense, el
país está en otro chip. Ya no nos conmueven las banderas, ni la rojigualda ni
la estelada; ni nos arrebata la visión de las custodias en la vía pública. Lo
que nos pone de verdad es el personal sanitario, con bata verde o blanca, con
gorro y mascarilla, empujando una camilla o administrando una inyección.
El Estado social
está de vuelta, y no es un símbolo, sino mucho más. Es think big, pensar en grande, como proponía Keynes.
Lo público está de
moda; defendemos con todas las ganas y el corazón la Sanidad pública, la
aplaudimos todos los atardeceres. Hasta casi ayer, lo único público que
teníamos en el país era la Hacienda pública. Sí, Hacienda éramos todos, pero
también nos dábamos cuenta de que unos más que otros. La Iglesia no cotizaba; la
Monarquía, tampoco; y el Emérito, otro símbolo a media asta, evadía capitales
graciosamente recibidos desde la Arabia Saudí. Las medidas del estado de alarma
no cuentan en su caso, como tampoco para el párroco don Alfredo Beltrá ni para
José María Aznar y Ana Botella, que pasean por Marbella la saludable tez
morenaza que solo se adquiere en los pequeños paraísos privados.
A cambio nosotros
hemos ganado la Sanidad, y quién sabe si mañana no ganaremos también la Escuela
pública, la prensa y la televisión públicas, y una política pública decente,
con sentido de Estado y no de campanario ni de chiringuito.
Es una perspectiva radicalmente
nueva, que estamos empezando a amar.