Gran angular
Cuando la saga/fuga de J. B. (Ediciones
Destino, 1972) fue presentada a la censura, el funcionario encargado del
dictamen dejó constancia de que se trataba del “peor disparate” que le había
sido dado leer a lo largo de su carrera, y propuso la siguiente conclusión
salomónica: «Este libro no merece ni la denegación ni
la aprobación. La denegación no encontraría justificación, y la aprobación
sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone se aplique
el SILENCIO ADMINISTRATIVO.»
El franquismo sociológico y cultural no podía contar a
Gonzalo Torrente Ballester ni en la lista negra de los desafectos ni en la
nómina de los adictos inquebrantables. Había nacido en Ferrol ─un mérito
indudable ad personam─, fue
secretario local del Partido Galeguista, y la gloriosa Cruzada le pilló fuera
de España. A su regreso se enteró de que algunos de sus mejores amigos habían
sido fusilados. Se afilió a Falange Española por consejo del cura de su
parroquia, y procuró subsistir en el régimen sobrevenido contando sobre todo con
sus propias fuerzas.
Fue uno de los fundadores de la revista Escorial, junto a Dionisio Ridruejo, y
emprendió una modesta carrera docente y literaria. Empezaba a despuntar,
siempre agobiado por la necesidad de alimentar a una prole creciente, y su
novela El señor llega, primera entrega
de la trilogía Los gozos y las sombras, se
había alzado con el Premio Juan March, promesa de logros mayores. Pero todo se
vino abajo cuando firmó un manifiesto en defensa de los mineros asturianos
represaliados en 1962.
Perdió su puesto de profesor de Historia Universal en la
Escuela de Guerra Naval de Madrid, y se rescindieron sus colaboraciones pagadas
como crítico literario en Arriba y
Radio Nacional. La vida se le hizo muy dura. La segunda y la tercera parte de Los gozos…, más la posterior Don Juan (1963), que él siempre tuvo por
su obra de más fuste, cayeron en el vacío y el silencio de un régimen que le
había vuelto la espalda.
Entonces, en un esfuerzo por sobrevivir, aceptó una
invitación para dar clases en la Universidad de Albany, estado de Nueva York.
Se trasladó allí con toda la familia (siete hijos, entonces; llegarían a once
más tarde). Las clases que impartía debieron de girar mayormente en torno al
fenómeno emergente del “boom” latinoamericano, y Gonzalo hubo de estudiar a
fondo, y asimilar, aquella manera novedosa de plantear la literatura. “Carallo,
esto también puedo hacerlo yo”, pudo decirse en algún momento, en un rapto de
inspiración.
Entre Albany y Orcasitas, su nuevo puesto funcionarial de
docente, puso a punto una novela que no superaba la calidad ─excelente─ de las
anteriores suyas, pero sí estaba enfocada de una manera diferente, en gran
angular y desde el “realismo mágico” de moda. Castroforte del Baralla vino a
ser el Macondo de las brumas célticas: una epopeya, un enigma cósmico y una
epifanía del arte combinatoria. El Cuerpo Santo de Lilaila de Éfeso, guardado
en la basílica hasta la que asciende la Rúa Sacra; las lampreas voraces del
turbio y remansado río Mendo; las instituciones locales de la Tabla Redonda (para
los varones) y el Palanganato (para las mujeres), y la venerada saga de los J.
B. redentores que habían puntuado la historia de la eterna enemistad de la
ciudad con Villasanta de la Estrella, componen un relato al mismo tiempo
increíble y realista, que pivota sobre un hecho singular y excepcional: la
inexistencia administrativa de Castroforte, porque ni la Comisión Geodésica, ni
las huestes aguerridas de Villasanta, ni el tren militar de los reclutas, habían
podido encontrarlo en su lugar cuando lo buscaron.
La razón, la explica así uno de los personajes de la
novela: «… llegué a la conclusión de que,
cuando Castroforte del Baralla se ensimisma hasta cierto punto, un punto máximo,
claro, la cima del ensimismamiento, asciende por los aires, en una palabra,
levita, y no desciende hasta que deja de pensar, de interesarse por algo suyo,
y piensa o se interesa por algo ajeno.»
La idea de la levitación de un pueblo debida al
ensimismamiento hizo fortuna: La saga/fuga
representó un cierto “boom” en la etapa final, agónica, de un régimen
ensimismado. Llegaron primero el Premio de la Crítica y el Ciudad de Barcelona.
En 1975, la admisión de Torrente Ballester en la Real Academia Española. En
democracia, mucho más agradecida con su talento que el franquismo, Torrente fue
reconocido con el Príncipe de Asturias (1982, compartido con Miguel Delibes) y
el Cervantes (1985). Y siguió, durante más de un decenio aún, dando nuevos frutos
de un ingenio maduro, lleno de inteligencia y de retranca galaica.
La idea seminal de
la levitación por ensimismamiento de un pueblo furiosamente concentrado en “su”
morfología y “su” idiosincrasia hasta el punto de prescindir por completo de
todo lo demás, fue arrastrada por un viento azaroso y ha ido a prender de forma
inesperada en otras geografías. Hoy podría hablarse, en metáfora por supuesto, de
la existencia constatada de un irreductible Castellfort de la Baralla, tal vez
en la confluencia de dos ríos de nombres resonantes.