lunes, 20 de abril de 2020

UN RÉGIMEN ENSIMISMADO Y UN 'BOOM' GALAICO


Gran angular


Cuando la saga/fuga de J. B. (Ediciones Destino, 1972) fue presentada a la censura, el funcionario encargado del dictamen dejó constancia de que se trataba del “peor disparate” que le había sido dado leer a lo largo de su carrera, y propuso la siguiente conclusión salomónica: «Este libro no merece ni la denegación ni la aprobación. La denegación no encontraría justificación, y la aprobación sería demasiado honor para tanto cretinismo e insensatez. Se propone se aplique el SILENCIO ADMINISTRATIVO.»

El franquismo sociológico y cultural no podía contar a Gonzalo Torrente Ballester ni en la lista negra de los desafectos ni en la nómina de los adictos inquebrantables. Había nacido en Ferrol ─un mérito indudable ad personam─, fue secretario local del Partido Galeguista, y la gloriosa Cruzada le pilló fuera de España. A su regreso se enteró de que algunos de sus mejores amigos habían sido fusilados. Se afilió a Falange Española por consejo del cura de su parroquia, y procuró subsistir en el régimen sobrevenido contando sobre todo con sus propias fuerzas.

Fue uno de los fundadores de la revista Escorial, junto a Dionisio Ridruejo, y emprendió una modesta carrera docente y literaria. Empezaba a despuntar, siempre agobiado por la necesidad de alimentar a una prole creciente, y su novela El señor llega, primera entrega de la trilogía Los gozos y las sombras, se había alzado con el Premio Juan March, promesa de logros mayores. Pero todo se vino abajo cuando firmó un manifiesto en defensa de los mineros asturianos represaliados en 1962. 

Perdió su puesto de profesor de Historia Universal en la Escuela de Guerra Naval de Madrid, y se rescindieron sus colaboraciones pagadas como crítico literario en Arriba y Radio Nacional. La vida se le hizo muy dura. La segunda y la tercera parte de Los gozos…, más la posterior Don Juan (1963), que él siempre tuvo por su obra de más fuste, cayeron en el vacío y el silencio de un régimen que le había vuelto la espalda.

Entonces, en un esfuerzo por sobrevivir, aceptó una invitación para dar clases en la Universidad de Albany, estado de Nueva York. Se trasladó allí con toda la familia (siete hijos, entonces; llegarían a once más tarde). Las clases que impartía debieron de girar mayormente en torno al fenómeno emergente del “boom” latinoamericano, y Gonzalo hubo de estudiar a fondo, y asimilar, aquella manera novedosa de plantear la literatura. “Carallo, esto también puedo hacerlo yo”, pudo decirse en algún momento, en un rapto de inspiración.

Entre Albany y Orcasitas, su nuevo puesto funcionarial de docente, puso a punto una novela que no superaba la calidad ─excelente─ de las anteriores suyas, pero sí estaba enfocada de una manera diferente, en gran angular y desde el “realismo mágico” de moda. Castroforte del Baralla vino a ser el Macondo de las brumas célticas: una epopeya, un enigma cósmico y una epifanía del arte combinatoria. El Cuerpo Santo de Lilaila de Éfeso, guardado en la basílica hasta la que asciende la Rúa Sacra; las lampreas voraces del turbio y remansado río Mendo; las instituciones locales de la Tabla Redonda (para los varones) y el Palanganato (para las mujeres), y la venerada saga de los J. B. redentores que habían puntuado la historia de la eterna enemistad de la ciudad con Villasanta de la Estrella, componen un relato al mismo tiempo increíble y realista, que pivota sobre un hecho singular y excepcional: la inexistencia administrativa de Castroforte, porque ni la Comisión Geodésica, ni las huestes aguerridas de Villasanta, ni el tren militar de los reclutas, habían podido encontrarlo en su lugar cuando lo buscaron.

La razón, la explica así uno de los personajes de la novela: «… llegué a la conclusión de que, cuando Castroforte del Baralla se ensimisma hasta cierto punto, un punto máximo, claro, la cima del ensimismamiento, asciende por los aires, en una palabra, levita, y no desciende hasta que deja de pensar, de interesarse por algo suyo, y piensa o se interesa por algo ajeno.»

La idea de la levitación de un pueblo debida al ensimismamiento hizo fortuna: La saga/fuga representó un cierto “boom” en la etapa final, agónica, de un régimen ensimismado. Llegaron primero el Premio de la Crítica y el Ciudad de Barcelona. En 1975, la admisión de Torrente Ballester en la Real Academia Española. En democracia, mucho más agradecida con su talento que el franquismo, Torrente fue reconocido con el Príncipe de Asturias (1982, compartido con Miguel Delibes) y el Cervantes (1985). Y siguió, durante más de un decenio aún, dando nuevos frutos de un ingenio maduro, lleno de inteligencia y de retranca galaica.

La idea seminal de la levitación por ensimismamiento de un pueblo furiosamente concentrado en “su” morfología y “su” idiosincrasia hasta el punto de prescindir por completo de todo lo demás, fue arrastrada por un viento azaroso y ha ido a prender de forma inesperada en otras geografías. Hoy podría hablarse, en metáfora por supuesto, de la existencia constatada de un irreductible Castellfort de la Baralla, tal vez en la confluencia de dos ríos de nombres resonantes.