martes, 7 de abril de 2020

EL BINOMIO NEGOCIACIÓN/MOVILIZACIÓN



Una imagen que fue emblemática de nuestra Transición a la democracia, pero que inexplicablemente ha quedado enterrada en los subterráneos de la memoria colectiva. (Foto tomada de ‘Diario16’).


En la escuela donde aprendí a valorar la importancia de las cosas de comer, un axioma indiscutible afirmaba que la negociación es la llave maestra para abrir determinadas latas de conservas laborales herméticamente cerradas.

La negociación es un arte sutil, un cambalache casi milagroso mediante el cual se puede alcanzar algo realmente importante y duradero, si se está dispuesto en el trayecto a asumir contrapartidas y soltar lastres, valiosos desde el punto de vista sentimental pero mucho menos alimenticios.

Ahora bien, concluía aquella lección magistral: el abc de la negociación exige que antes de negociar se prepare minuciosamente el terreno con una movilización capilar y adecuadamente masiva. Sin movilización de masas ─que puede revestir, como es cosa reconocida, formas muy distintas e imaginativas, pero en la que no pueden dejar de tener cabida actos de fuerza tales como huelgas, paros y concentraciones─, la negociación se convierte en una manía inocua, en un regatear a la propia sombra mientras el balón circula por otra zona del campo de juego.

Ahora que se vuelve a hablar de grandes pactos como solución global a la crisis pandémica, es bueno refrescar la memoria sobre lo buenos o lo malos que pueden ser los pactos, trabajados de una u otra manera.

Trabajados, bien en despachos aislados del exterior y cerrados con llave, con el acondicionador de aire enchufado; o bien en la calle (¡la calle!, se me hace la boca agua solo de nombrarla), con movilizaciones de masas consecuentes y continuadas.

No es una cuestión secundaria. Los pactos, los que se puedan alcanzar en la Moncloa, en Bruselas o en el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, no serán los mismos en un caso o en otro. En los meandros por los que oscila de forma caprichosa doña Correlación de Fuerzas, es necesario incluir un elemento nuevo, no previsto nunca e incluso rechazado con horror por las superestructuras, por las administraciones, las burocracias y las instituciones. Ese elemento es la ciudadanía, la voluntad soberana de la denostada ciudadanía.

Se dice que nuestros políticos son vagos y gorrones, que el Estado es un chambao, que la Unión Europea está en la linde de la desidia pero por el otro lado.

Supuesto que todo ello sea así, no tendrá remedio mientras la ciudadanía no se movilice, y quienes tienen derecho a exigir, exijan.

No es lo mismo despotricar que exigir.

Ha llegado el momento de pensar en grande, think big en la expresión de Keynes. A mí me parece, hechos los cálculos pertinentes de la gravedad del asunto, que hoy no estamos ni en el 45, ni en el 78, ni en 2008. Pero todos tenemos la experiencia de lo mal que se hicieron las cosas en 2008. Si aquello se convirtió en una pesadilla, fue porque no había una ciudadanía encuadrada y movilizada para una economía de guerra como sucedía en las grandes naciones, descontada por desgracia España, en el 45; y tampoco una serie ininterrumpida de grandes huelgas obreras que estaban poniendo al Estado y a los partidos políticos en un brete más que considerable, como ocurrió aquí entre el 75 y el 78.

Resulta, sin embargo, que en estos momentos una parte no despreciable de la ciudadanía de a pie sí está movilizada, aquí y seguramente en otras partes: la sanidad pública, la limpieza, el sector primario y la alimentación, la distribución de mercancías de primera necesidad, la producción y expendiduría de fármacos, aparatos y complementos médicos, los equipos de desinfección ya vayan de caqui o con otro tipo de uniforme, están trabajando a pleno rendimiento, “más allá del mero cumplimiento del deber” como se decía de los héroes en las películas americanas, en el momento de condecorarlos.

Aplaudimos con ganas a nuestros héroes y nuestras heroínas todas las tardes a las ocho, pero aún no se le ha ocurrido a nadie darles voz y voto en este asunto peliagudo. Y dárnosla también a nosotros, los que estamos encerrados disciplinadamente en nuestras casas pero ansiosos de pisar la calle para decir la nuestra.

No se empiece a construir la casa de los pactos por el tejado; es la manera más segura de llegar a resultados decepcionantes.

Empiécese por establecer una lista de prioridades, de iniciativas, de alternativas de funcionamiento, de buenos propósitos para que el año nuevo sea efectivamente un año nuevo. Lo público habrá de tener una presencia rutilante en esa lista; “público” no como lo propio y particular del Estado, sino como lo propio del común, del amplio colectivo de la ciudadanía de la que en democracia todos formamos parte.

Cuando finalice la alarma sanitaria, hágase circular esa lista, de modo que sea debatida, asumida y enriquecida en todos los ámbitos imaginables de la sociedad civil.

Y entréguese el resultado a los negociadores, dejando claro que ese, no otro, es el mandato que se les da para llegar a buenos acuerdos en los que los sacrificados no sean otra vez los mismos.

¿Utopía? Muy posiblemente. Pero si no se alcanza a construir una utopía completa, podemos conformarnos con media, con un cuarto de utopía sana y bien administrada. Siempre será mejor que nada.

A los pactos se va como a la guerra, bien armados y pertrechados. Otra cosa es abocarse a la mística impotente con la que se encaja el resultado negativo de tantas batallas mal planteadas, de tantas finales de Champions perdidas: “¡No pudo ser!”