Una imagen que fue emblemática de nuestra Transición a la
democracia, pero que inexplicablemente ha quedado enterrada en los subterráneos de
la memoria colectiva. (Foto tomada de ‘Diario16’).
En la escuela donde
aprendí a valorar la importancia de las cosas de comer, un axioma indiscutible afirmaba que
la negociación es la llave maestra para abrir determinadas latas de conservas
laborales herméticamente cerradas.
La negociación es
un arte sutil, un cambalache casi milagroso mediante el cual se puede alcanzar
algo realmente importante y duradero, si se está dispuesto en el trayecto a asumir
contrapartidas y soltar lastres, valiosos desde el punto de vista sentimental
pero mucho menos alimenticios.
Ahora bien,
concluía aquella lección magistral: el abc de la negociación exige que antes de
negociar se prepare minuciosamente el terreno con una movilización capilar y adecuadamente
masiva. Sin movilización de masas ─que puede revestir, como es cosa reconocida, formas muy distintas e imaginativas, pero en la que no pueden dejar
de tener cabida actos de fuerza tales como huelgas, paros y concentraciones─, la
negociación se convierte en una manía inocua, en un regatear a la propia sombra
mientras el balón circula por otra zona del campo de juego.
Ahora que se vuelve
a hablar de grandes pactos como solución global a la crisis pandémica, es bueno
refrescar la memoria sobre lo buenos o lo malos que pueden ser los pactos,
trabajados de una u otra manera.
Trabajados, bien en
despachos aislados del exterior y cerrados con llave, con el acondicionador de
aire enchufado; o bien en la calle (¡la calle!, se me hace la boca agua solo de
nombrarla), con movilizaciones de masas consecuentes y continuadas.
No es una cuestión
secundaria. Los pactos, los que se puedan alcanzar en la Moncloa, en Bruselas o
en el edificio de las Naciones Unidas de Nueva York, no serán los mismos en un
caso o en otro. En los meandros por los que oscila de forma caprichosa doña
Correlación de Fuerzas, es necesario incluir un elemento nuevo, no previsto
nunca e incluso rechazado con horror por las superestructuras, por las
administraciones, las burocracias y las instituciones. Ese elemento es la
ciudadanía, la voluntad soberana de la denostada ciudadanía.
Se dice que nuestros
políticos son vagos y gorrones, que el Estado es un chambao, que la Unión
Europea está en la linde de la desidia pero por el otro lado.
Supuesto que todo ello sea
así, no tendrá remedio mientras la ciudadanía no se movilice, y
quienes tienen derecho a exigir, exijan.
No es lo mismo despotricar
que exigir.
Ha llegado el
momento de pensar en grande, think big en
la expresión de Keynes. A mí me
parece, hechos los cálculos pertinentes de la gravedad del asunto, que hoy no
estamos ni en el 45, ni en el 78, ni en 2008. Pero todos tenemos la experiencia
de lo mal que se hicieron las cosas en 2008. Si aquello se convirtió en una
pesadilla, fue porque no había una ciudadanía encuadrada y movilizada para una
economía de guerra como sucedía en las grandes naciones, descontada por
desgracia España, en el 45; y tampoco una serie ininterrumpida de grandes
huelgas obreras que estaban poniendo al Estado y a los partidos políticos en un
brete más que considerable, como ocurrió aquí entre el 75 y el 78.
Resulta, sin embargo,
que en estos momentos una parte no despreciable de la ciudadanía de a pie sí
está movilizada, aquí y seguramente en otras partes: la sanidad pública, la
limpieza, el sector primario y la alimentación, la distribución de mercancías de primera necesidad, la producción y expendiduría de fármacos, aparatos y complementos médicos, los
equipos de desinfección ya vayan de caqui o con otro tipo de uniforme, están
trabajando a pleno rendimiento, “más allá del mero cumplimiento del deber” como
se decía de los héroes en las películas americanas, en el momento de
condecorarlos.
Aplaudimos con
ganas a nuestros héroes y nuestras heroínas todas las tardes a las ocho, pero
aún no se le ha ocurrido a nadie darles voz y voto en este asunto peliagudo. Y
dárnosla también a nosotros, los que estamos encerrados disciplinadamente en nuestras
casas pero ansiosos de pisar la calle para decir la nuestra.
No se empiece a
construir la casa de los pactos por el tejado; es la manera más segura de
llegar a resultados decepcionantes.
Empiécese por
establecer una lista de prioridades, de iniciativas, de alternativas de
funcionamiento, de buenos propósitos para que el año nuevo sea efectivamente un año nuevo. Lo público habrá de tener una presencia rutilante en esa lista; “público”
no como lo propio y particular del Estado, sino como lo propio del común, del
amplio colectivo de la ciudadanía de la que en democracia todos formamos parte.
Cuando finalice la
alarma sanitaria, hágase circular esa lista, de modo que sea debatida, asumida
y enriquecida en todos los ámbitos imaginables de la sociedad civil.
Y entréguese el
resultado a los negociadores, dejando claro que ese, no otro, es el mandato que
se les da para llegar a buenos acuerdos en los que los sacrificados no sean
otra vez los mismos.
¿Utopía? Muy
posiblemente. Pero si no se alcanza a construir una utopía completa, podemos conformarnos
con media, con un cuarto de utopía sana y bien administrada. Siempre será mejor
que nada.
A los pactos se va
como a la guerra, bien armados y pertrechados. Otra cosa es abocarse a la mística
impotente con la que se encaja el resultado negativo de tantas batallas mal
planteadas, de tantas finales de Champions perdidas: “¡No pudo ser!”