Gran angular
A mi nieta Carmelina,
que hoy cumple quince años
y adora los libros.
El giro, de Stephen Greenblatt (Crítica 2012, traducción de
Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya), trata, tal y como se expresa en la
portada, «de cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno».
Toda la historia de
la cultura puede entenderse como una gran carrera de relevos en la que, según
la bella expresión de Montaigne, «los mortales viven prestándose la vida unos a
otros, y como corredores se pasan la antorcha de la vida…»
Seguramente una de las
postas más inverosímiles en esa carrera multitudinaria fue la que tuvo lugar
entre Tito Lucrecio Caro, filósofo y poeta romano del siglo I, y Gianfrancesco
Poggio Bracciolini, latinista florentino del XV.
De eso trata el
libro que comento. Poggio había acompañado como secretario al concilio de
Constanza a Baldassare Cossa, cuyo nom de
guerre en el papado era Juan XXIII, y que aspiraba a revalidar su tiara en aquel
intento de resolución del Cisma de Occidente.
Pocos meses después
de llegado a la sede conciliar, sin embargo, fue destituido, preso y cargado de
cadenas bajo múltiples acusaciones, entre ellas las de asesinato por
envenenamiento, sacrilegio, sodomía, incesto y robo en sagrado.
Poggio perdió su empleo
y su sueldo. Intentó reengancharse al séquito de algún otro cardenal papable,
pero todos ellos tenían la nómina completa. Entonces se posicionó como agente
libre y empezó a recorrer las abadías más o menos próximas en busca de
manuscritos antiguos griegos y latinos, susceptibles de comercio en el mercado
cultural.
Sabemos que visitó las
abadías de Reichenau y Sankt Gallen, porque él mismo lo proclamó; y que encontró
tesoros bibliográficos, entre ellos un largo fragmento de la Historia del
Imperio Romano de Amiano Marcelino. Luego, en algún momento y lugar que nunca
quiso revelar, tropezó con un manuscrito prácticamente completo del tratado De Rerum Natura, de Tito Lucrecio Caro;
lo copió de forma más o menos clandestina y se lo llevó en su equipaje hasta
Florencia, donde lo pasó a su socio comercial Niccolò Niccoli, que hizo a su
vez varias copias manuscritas del documento.
La abadía
desconocida que guardaba el pergamino pudo ser la de Fulda, según Greenblatt.
Las razones del secreto deben relacionarse, no con la hipótesis de que Poggio
quisiera protegerse a sí mismo de pleitos o acusaciones, sino más bien porque
deseaba proteger a la persona que le facilitó el libro prohibido, o bien
proteger de la quema el manuscrito mismo, si el abad reaccionaba de forma
airada. (Las hogueras estaban de moda entonces, y no solo para quemar libros:
Jan Hus fue quemado en la misma Constanza en 1415, y Jerónimo de Praga el año
siguiente.)
Porque Lucrecio era
un subversivo indeseable. Su obra estuvo mal vista desde el momento mismo en
que la escribió. Es cierto que circuló por el imperio profusamente, pero lo
hizo de forma clandestina. Lucrecio negaba a los dioses, en un momento en que el
emperador Augusto trabajaba intensamente para su propia divinización. Murió joven,
perdida la razón, según referencias, por un filtro de amor que le suministró
una amante sin él darse cuenta. Fue llorado por pocos, y en privado. El poeta Virgilio,
que formaba parte de la camarilla imperial, se atrevió a elogiarlo en las Geórgicas, pero sin nombrarlo. Esto es
lo que escribió: «¡Feliz aquel a quien fue dado conocer las causas de las
cosas, y hollar bajo su planta los vanos temores y el inexorable hado y el
estrépito del avaro Aqueronte!»
Poggio no disponía, así pues, de referencias sobre el
manuscrito que había encontrado, salvo una mención de Cicerón, en carta a un
amigo, en la que el prestigioso
abogado y senador nadaba y guardaba la ropa: elogiaba el estilo poético de
Lucrecio, pero lamentaba sus ideas perniciosas.
Con el
cristianismo, creció de forma exponencial la mala fama de Lucrecio. Era
materialista y proponía la liberación de los temores que afligen a los hombres
por culpa de una divinidad inexistente; mientras que, muy al contrario, los
Padres de la Iglesia se afanaban en inculcar en su grey el temor de Dios con
métodos preferentemente coercitivos (la letra con sangre entra). Tertuliano llegó
a sugerir que Lucrecio no solo había muerto loco, sino que estaba loco desde
mucho tiempo antes, y desde luego cuando escribió aquel libro.
Contra viento y
marea, sin embargo, algunos ejemplares de la obra de Lucrecio sobrevivieron al
gran hiato que representaron los siglos oscuros. Quizá puede explicarse la
anomalía por el hecho de que en los monasterios se trabajaba diariamente en la
copia de documentos de todo tipo, siguiendo la regla de San Benito, pero se
leía muy poco. Los pergaminos se amontonaban en los anaqueles y allí eran pasto
del polvo y las polillas.
Ese era el terreno
de caza de un experto en la antigüedad como Poggio Bracciolini. El abad del
lugar que fuese nunca llegó a enterarse de que el visitante copiaba un libro
distinto del que pedía al bibliotecario.
Y así se produjo un
giro, o un vuelco inesperado, en la historia de la cultura: un manuscrito funesto,
condenado al olvido y a la desaparición desde muchos siglos atrás, resucitó y
causó sensación al ser conocido en la Florencia prerrenacentista.
Un enfoque en gran
angular acompañó al libro de Lucrecio en su aventura narrada por Greenblatt: la
semilla plantada en la Roma clásica fue a fructificar quince siglos después,
con un vigor inesperado. Nicolás Maquiavelo pasó muchas horas en la Biblioteca
Laurenciana, en la tarea de copiar el Codex
para su uso personal. Luego vino la imprenta, que aseguró la difusión del libro
por toda la ecúmene o mundo conocido.
Greenblatt señala algunos ilustres autores inspirados por
Lucrecio, después de Maquiavelo. La nómina es nutrida y selecta: Copérnico,
Vesalio, Galileo Galilei, Giordano Bruno, Montaigne, William Harvey, Hobbes,
Spinoza, Newton, Darwin, Thomas Jefferson.
Omite sin embargo ─probablemente a conciencia─ una
celebridad más, que estudió y apreció el De
rerum natura: Karl Marx. En su tesis doctoral sobre la diferencia entre la
filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, escrita en 1841 y
publicada póstuma en 1902, Marx señala que Lucrecio “fue el único que entendió
la física de Epicuro en un sentido profundo”. Para Lucrecio, la desviación de
los átomos o clinamen quiebra los
pactos del destino; Marx identifica ese posicionamiento con la lucha, la
resistencia y la libertad.