«Digamos que el
sindicalismo es hijo putativo de una forma de capitalismo que hoy ya no existe
[...] Lo diré enfáticamente: el sindicalismo, al menos en las primeras décadas
del siglo XXI, debe ajustar las cuentas con el paradigma tecnológico realmente
existente.»
(J. L. López Bulla, “200 años de compromiso del
sindicalismo europeo”, Último tranco. Publicado en “Metiendo Bulla”, 2.4.2020.
1. Hay, por fuerza, lagunas en
la magnífica síntesis histórica del sindicalismo que nos ha ofrecido José Luis
López Bulla en su bitácora, los días pasados. Sin ánimo ninguno de crítica, señalo
una en particular: la historia sindical de las mujeres, que tiene connotaciones
muy especiales porque se trata de una historia distinta en primer lugar, y en
segundo lugar de una historia abierta a un futuro de cambio que nos implica a
todos.
En los años en los que el mundo
se concibió desde el socialismo en clave de fábrica, como una gran maquinaria en
la que cada cual ocupaba su lugar designado y cooperaba a la creación de una
riqueza que sería repartida entre todos, para las mujeres la fábrica significó
una vía de emancipación. En el ordenamiento social tradicional, la mujer vivía
bajo una permanente tutela, y el género funcionaba como una minusvalía permanente.
Se consideraba normal y razonable que las mujeres no tuvieran derecho al voto. Ellas
pertenecían a la esfera de lo privado, bajo la autoridad del pater familias como
en el derecho romano, y la cosa pública (la república en su sentido
etimológico) les estaba vedada.
Las mujeres entraron en la
historia por la puerta de las fábricas. Fue un gran paso para la humanidad,
pero un paso especialmente penoso para ellas. En los años en que se
reivindicaba para los varones la jornada de los tres ochos (ocho horas de
trabajo, ocho de ocio y ocho de descanso), las mujeres cumplían una doble, y en
el peor de los casos una triple, jornada de trabajo: ocho horas de fábrica,
ocho horas de labores de hogar, y no hago referencia al contenido de la tercera
jornada, necesaria en ocasiones para alargar los ingresos hasta el mínimo
necesario para la supervivencia de una familia obrera.
Desde la fábrica, las mujeres saltaron
a otras conquistas más gratificantes: la ciencia, la universidad, la profesión
liberal, el quehacer político. La igualdad, sin embargo, no está aún conseguida.
Mary Beard, ilustre historiadora británica de la antigüedad romana, comenta
cómo después de cada uno de sus programas culturales en la BBC recibe mensajes
de varones que la insultan diciéndole que su lugar está en la cocina. Mary
Beard o la alcaldesa de Barcelona Ada Colau, calificada de "pescatera", son solo un botón de muestra: son millones las mujeres que han oído el
mismo tipo de reprensión, en la calle, en el parlamento, en las aulas, desde
los púlpitos y ahora también en las redes sociales.
Pero no se concibe el
sindicalismo del futuro (no se concibe el futuro a secas) sin la presencia
protagonista de las mujeres, y por añadidura, de los plenos derechos
individuales, sociales y políticos de las mujeres. Sencillamente, es así porque
no puede ser de otra manera. No es concebible una emancipación demediada. Todas
y todos han de estar incluidas/os.
2. El futuro del sindicalismo,
de otro lado, tiene por fuerza que recorrer caminos aún no transitados, como
recuerda López Bulla en los párrafos que aparecen en rojo en el encabezamiento
de este post. La fábrica, que fue la célula madre de su difusión, de su extensión
y de su forma de organizarse, ha dejado de ser la imagen del mundo. Los tiempos
en los que se confundía la conciencia de clase con la conciencia de la
condición de fábrica, han cambiado sin remedio.
Todo ha venido de la mano del
desarrollo tecnológico. Hubo una época en la que el capital solo podía
controlar la fuerza de trabajo reuniéndola en un espacio cerrado y
autosuficiente: la fábrica. En ese ámbito, el control estaba personificado en el
capataz, para vigilar el orden de las tareas, y en el cronometrador para
vigilar los tiempos de realización.
Las nuevas tecnologías han
variado la situación: se controla con mucha más facilidad a la fuerza de
trabajo, y también con un rigor mucho más implacable, desde las aplicaciones de
un ordenador.
El algoritmo es el nuevo
capataz y el nuevo cronometrador. Está impuesto de forma unilateral por la dirección, y tiene la característica
de que no se le puede engañar; es infalible, y las condiciones leoninas de trabajo
que impone no tienen recurso viable.
A partir de ahí, la “fábrica”
ha dejado de ocupar un espacio físico y un tiempo determinado. Se ha evaporado,
y se ha diseminado en moléculas imperceptibles que acompañan al trabajador y a
la trabajadora en todas las situaciones de su vida y a todas las horas.
Se trata entonces, ahora, en último
término, de abrir las puertas de las fábricas hacia dentro y hacia fuera.
Primero, la democracia tiene
que entrar dentro de las fábricas, porque la empresa no es un ámbito privado
sino un lugar político, y por consiguiente público.
Y segundo, el
sindicalismo tiene que salir puertas afuera de las fábricas, interesarse y
ocuparse de lo que está ocurriendo más allá, en la medida en que en ese más
allá se juegan la suerte del trabajo de los/las trabajadores/as y la calidad y
las formas de remuneración y de compensación de las tareas que realizan para el
común.
3. También el
esquema de la previsión y la providencia social ha cambiado bajo el nuevo
paradigma tecnológico. En la época de los treinta años “gloriosos” se
institucionalizó de alguna manera la “solidaridad ambiente” a través de las
prestaciones del Estado social. La labor del sindicato en este terreno se centró entonces en la
labor de extender los beneficios del welfare a los/las excluidos/as de los estadillos
de la Administración, por las causas que fueren.
Ahora que el Estado
ha privatizado tantas funciones públicas y se lava las manos prolongada y
concienzudamente en lo que se refiere a atender a las necesidades primarias de
los/las trabajadores/as, el sindicato tiene también que afilar sus modos de
intervención. No basta la función burocrática de remitir a los marginados a la
beneficencia estatal; los socorros mutuos y la solidaridad activa entre los
iguales están hoy de vuelta, para corregir los excesos de una sociedad verticalizada
y deshumanizada.