domingo, 26 de abril de 2020

NUEVAS SERVIDUMBRES



Bolsa de valores de Madrid.


Una muestra de la lógica implacable de nuestros neoliberistas la acaba de dar Isabel Díaz Ayuso, que no renovará el contrato temporal de tantas/os trabajadoras/es de la sanidad como han estado en primera línea de dedicación y de infección luchando contra el coronavirus en instalaciones precarias, sin horarios reglamentados y sin protección adecuada. Si la atolondrada Isabel supiera expresarlo de una manera lógica (la lógica en general queda más allá del límite de sus aptitudes), diría seguramente lo que dijo don Rodrigo Rato en ocasión célebre de una pandemia financiera anterior: «No es nada personal, es el mercado.»

Después de ser aplaudidos todas las tardes a las ocho, los héroes sanitarios a los que tanto debemos retornarán a la nada de la que surgieron, para probar suerte en los servicios de empleo. Lo mismo les sucederá a los reponedores de supermercado, a los transportistas, a los empleados de panaderías o de catering y a otras figuras de trabajadores precarios, que nos han sido rigurosamente necesarios durante la crisis y que pasarán a ser de nuevo flexiblemente innecesarios cuando la crisis haya sido superada.

A menos que hagamos entre todos algo por ellos.

Esto no va de teletrabajo, ni de robotización, ni de financiarización. Esto va de lucha de clases, dispensen ustedes la palabrota, colocada hoy en día fuera de las normas de la corrección política.

Ya dijo el poeta latino Horacio, hace un montón de siglos, que de nada les sirve a quienes surcan la mar cambiar de cielo, si no cambian también de alma. Eso nos ocurre ahora: de nada nos va a servir decir que “ya nada va a ser igual”, si vamos a seguir emperrados en mantener las mismas estructuras y las mismas condiciones leoninas de trabajo.

Al parecer, hay quien considera que la lucha de clases fue un momento interesante de una Historia social ya definitivamente muerta y enterrada. Ahora habríamos entrado en el luminoso reino de la flexibilidad.

Según. Flexibilidad máxima en el empleo, para el empleador. Inflexibilidad, máxima también, para el empleado, obligado a aceptar sin discutir el pliego de condiciones que se le presenta, y obligado además a firmar el finiquito cuando las “condiciones objetivas” así lo demandan.

Es el fantasma de una nueva servidumbre lo que recorre hoy el mundo. Siglos atrás existían los siervos de la gleba, sujetos a trabajar el terruño para el señor sin redención posible. Luego vino la fábrica, que fue acogida como una liberación pero acabó por imponer cadenas forzosas igual de pesadas. El sindicalismo batalló contra los nuevos “malos usos” que afligían al obrero industrial de un modo distinto, pero no menos grave, que al labrantín por cuenta ajena. Las victorias y las derrotas se alternaron en aquella pugna entre capital y trabajo, en la que cada cual era muy consciente de la trinchera que defendía.

Hoy se diría, al escuchar a algunos, que la “informalización” y la “flexibilización”, las start-ups y el nuevo emprendimiento, proponen un panorama nuevo y un horizonte más alto para el trabajo. No es así. Se niega la sustancia misma del trabajo, su entidad, su valor de cambio. Se reclama al trabajador que aparezca en escena just in time cuando se le necesita, y se le despide de inmediato cuando el apuro productivo ha pasado. Se le niega tanto en el contrato como en el despido su valor como persona, se desconocen los derechos que le son debidos por su utilidad al común. Todo se enfoca hacia la ganancia, el incremento del PIB, la fluctuación de los valores en las bolsas, la prosperidad privada y la miseria pública.

Se considera un desastre sin precedentes que el producto interior bruto retroceda un 8%. Pero es solo una estadística. Los muy ricos perderán el 8% de sus fondos invertidos en valores seguros; quienes no son ricos ya habían perdido desde antes ese valor abstracto y sin porcentaje cuantificable que tan solo “se les supone”, como se decía de los quintos en la mili.