Bolsa de valores de Madrid.
Una muestra de la
lógica implacable de nuestros neoliberistas la acaba de dar Isabel Díaz Ayuso,
que no renovará el contrato temporal de tantas/os trabajadoras/es de la sanidad
como han estado en primera línea de dedicación y de infección luchando contra
el coronavirus en instalaciones precarias, sin horarios reglamentados y sin
protección adecuada. Si la atolondrada Isabel supiera expresarlo de una manera
lógica (la lógica en general queda más allá del límite de sus aptitudes), diría
seguramente lo que dijo don Rodrigo Rato en ocasión célebre de una pandemia
financiera anterior: «No es nada personal, es el mercado.»
Después de ser
aplaudidos todas las tardes a las ocho, los héroes sanitarios a los que tanto
debemos retornarán a la nada de la que surgieron, para probar suerte en los
servicios de empleo. Lo mismo les sucederá a los reponedores de supermercado, a
los transportistas, a los empleados de panaderías o de catering y a otras
figuras de trabajadores precarios, que nos han sido rigurosamente necesarios
durante la crisis y que pasarán a ser de nuevo flexiblemente innecesarios
cuando la crisis haya sido superada.
A menos que hagamos
entre todos algo por ellos.
Esto no va de
teletrabajo, ni de robotización, ni de financiarización. Esto va de lucha de
clases, dispensen ustedes la palabrota, colocada hoy en día fuera de las normas
de la corrección política.
Ya dijo el poeta
latino Horacio, hace un montón de siglos, que de nada les sirve a quienes
surcan la mar cambiar de cielo, si no cambian también de alma. Eso nos ocurre
ahora: de nada nos va a servir decir que “ya nada va a ser igual”, si vamos a seguir
emperrados en mantener las mismas estructuras y las mismas condiciones leoninas
de trabajo.
Al parecer, hay
quien considera que la lucha de clases fue un momento interesante de una
Historia social ya definitivamente muerta y enterrada. Ahora habríamos entrado en
el luminoso reino de la flexibilidad.
Según. Flexibilidad
máxima en el empleo, para el empleador. Inflexibilidad, máxima también, para el
empleado, obligado a aceptar sin discutir el pliego de condiciones que se le
presenta, y obligado además a firmar el finiquito cuando las “condiciones
objetivas” así lo demandan.
Es el fantasma de una
nueva servidumbre lo que recorre hoy el mundo. Siglos atrás existían los siervos
de la gleba, sujetos a trabajar el terruño para el señor sin redención posible.
Luego vino la fábrica, que fue acogida como una liberación pero acabó por
imponer cadenas forzosas igual de pesadas. El sindicalismo batalló contra los
nuevos “malos usos” que afligían al obrero industrial de un modo distinto, pero
no menos grave, que al labrantín por cuenta ajena. Las victorias y las derrotas
se alternaron en aquella pugna entre capital y trabajo, en la que cada cual era
muy consciente de la trinchera que defendía.
Hoy se diría, al
escuchar a algunos, que la “informalización” y la “flexibilización”, las start-ups y el nuevo emprendimiento,
proponen un panorama nuevo y un horizonte más alto para el trabajo. No es así.
Se niega la sustancia misma del trabajo, su entidad, su valor de cambio. Se
reclama al trabajador que aparezca en escena just in time cuando se le necesita, y se le despide de inmediato cuando
el apuro productivo ha pasado. Se le niega tanto en el contrato como en el
despido su valor como persona, se desconocen los derechos que le son debidos
por su utilidad al común. Todo se enfoca hacia la ganancia, el incremento del
PIB, la fluctuación de los valores en las bolsas, la prosperidad privada y la
miseria pública.
Se considera un
desastre sin precedentes que el producto interior bruto retroceda un 8%. Pero
es solo una estadística. Los muy ricos perderán el 8% de sus fondos invertidos
en valores seguros; quienes no son ricos ya habían perdido desde antes ese
valor abstracto y sin porcentaje cuantificable que tan solo “se les supone”,
como se decía de los quintos en la mili.