Tal vez la única foto que
conservo de mi convalecencia de la meningitis. Di un estirón, la
ropa de octubre no me cabría en enero, y mi madre me compró entonces mis
primeros pantalones largos. Lo que tengo en las manos es un acorazado de
mecano, que yo mismo fabriqué siguiendo las instrucciones de un cuaderno
inglés, en aquella larguísima cuarentena de tres meses.
Luis Eduardo Aute y
yo nos conocimos en el patio de recreo del colegio Maravillas de Madrid, en el
curso 1958-59. Voy a contarlo, pero advierto lealmente de entrada que voy a
hablar poco de Luis Eduardo, y mucho de mí.
Mi familia se
trasladó en septiembre de 1958 de Barcelona a Madrid, por imperativos profesionales
de mi padre. Fui matriculado en Maravillas, en el curso de Cuarto de
Bachillerato A. Aute estaba en el mismo curso en la clase B. La y A la B no
significaban un orden jerárquico, sencillamente era que no cabíamos todos en la
misma aula.
El 13 de octubre
entregué al hermano Ramón, profesor de Lengua, unos versos sobre el
Descubrimiento de América que nos había puesto de deber para casa: versos ramplones,
hechos aprisa y corriendo por un colegial que quería fastidiar lo menos posible
un día de fiesta. Hacia mediodía, me empecé a sentir mal. No “muy” mal, al
principio: un malestar sordo. Pedí permiso y me volví andando a casa, sin comer
(yo era mediopensionista).
Ya en casa, me
sentí “muy” mal. Mi madre me tocó la frente, y ardía. Me acosté y vino el
médico. Al médico ya no lo vi; entré en un túnel negro. El diagnóstico fue de
meningitis vírica. Pasé una semana sumergido en el túnel, y un día me encontré
de pronto en un paisaje reconocible: mi cama, mi cuarto. Me dijeron que había
estado entre la vida y la muerte; yo no me di cuenta. En cualquier caso, salvé
aquel matchpoint de chiripa. Luego
vino una convalecencia lenta, larguísima, con muchas pastillas y algunas
inyecciones dolorosas.
El hermano Ramón
vino a visitarme con el prefecto de los Estudios (en la clandestinidad le
llamábamos el Perifollo). Traían mis versos del Descubrimiento impresos en la
revista del colegio. Estaban muy retocados, por supuesto, para no desmerecer
demasiado del nivel de la publicación. Dijeron que yo tenía un gran talento. No
me lo creí. Dijeron que toda la clase había rezado mucho por mí. En efecto, a
mi regreso después de las navidades todos me miraban como un Reborn. Yo era nuevo y ni siquiera se
acordaban bien de mi cara, pero era la prueba viva del poder de la oración.
También dijeron los
Hermanos que yo debería hacer un gran esfuerzo para poder pasar la Reválida en el
escaso tiempo que me quedaba. Las perspectivas eran negras, se sopesó la
posibilidad de repetir curso.
Mis matemáticas nunca
se recuperaron de aquel golpe; perdí pie y me ahogué en el mar de las ciencias
exactas. Pero un suceso inesperado vino a salvarme del sambenito del repetidor:
aprobé la Reválida gracias al latín.
Fue como si un
espíritu, santo o no, hubiera descendido sobre mi cabeza en forma de lengua de
fuego. Donde otros veían un galimatías de latinajos incomprensibles, yo era
capaz de destilar un texto castellano claro, y en ocasiones incluso elegante.
El Arma virumque cano se me daba de
lo más bien. Empecé a ser asiduo de los cuadros de honor y los compañeros me
pedían que escribiera los ejercicios de clase con letra grande para que
resultaran legibles desde los pupitres vecinos.
En los recreos, el fútbol
era obligatorio pero yo tenía dispensa médica. Luis Eduardo Aute estaba en la
misma situación, no recuerdo por qué motivo. Formábamos con dos o tres más un
grupito de marginados del deporte, y charlábamos. Él había nacido en Manila y
yo en Barcelona, dos lugares casi igual de exóticos en aquel contexto. Yo recibía
diplomas por mi latín y él por el dibujo. Era formidable con el lápiz y con el
carboncillo, pero además manejaba pinceles, y lo hacía como los ángeles. Compartir
cuadro de honor y exención de fútbol nos auroleaba con un prestigio particular
ante los condiscípulos.
Charlábamos en el
grupo de lo que se terciaba: una película de estreno, un partido de fútbol
memorable (entonces no había partidos televisados, nuestra fuente de
información era “la” Marca), un libro particular en alguna ocasión.
Hablábamos sobre
todo de mujeres. Luis Eduardo tenía un año más que yo, y eso se nota mucho a
los catorce. Pero además yo llevaba un retraso más considerable aún en el tema mujeres
que en las matemáticas. Mi experiencia fuera del ámbito familiar (las hermanas
y las primas, que no cuentan) era como la tabula
rasa del filósofo. De modo que Luis Eduardo hablaba y yo escuchaba, tratando
de retener en la memoria las estrategias fundamentales en relación con las
mujeres: cómo entenderlas, cómo atraer su atención, cómo seducirlas.
Cuando se acercaba
al grupo una sotana negra con el baberito, cambiábamos de tema. «Entonces, ¿el
cuadrado de la hipotenusa…?», preguntaba yo. Y él: «Igual al cuadrado de los
catetos.» «¿Seguro?» «Palabra. Míralo en el libro.» El hermano se alejaba con
una sonrisa beatífica y nosotros volvíamos a nuestros asuntos.
El curso siguiente
ya no fue igual. Yo pasé a Quinto Letras, y en el patio de recreo me
desmelenaba jugando al fútbol con los de mi clase. En el cole hay mucha
conciencia de clase. Cada vez era más raro coincidir con Luis Eduardo. En Preu
ya nos perdimos de vista. Él se olvidó sin duda hasta de mi nombre, y yo empecé
a escucharle cantar, en los discos de 45 rpm y en la televisión que de pronto
irrumpió en nuestras vidas.