domingo, 5 de abril de 2020

UNA AMISTAD DE PATIO DE COLEGIO



Tal vez la única foto que conservo de mi convalecencia de la meningitis. Di un estirón, la ropa de octubre no me cabría en enero, y mi madre me compró entonces mis primeros pantalones largos. Lo que tengo en las manos es un acorazado de mecano, que yo mismo fabriqué siguiendo las instrucciones de un cuaderno inglés, en aquella larguísima cuarentena de tres meses.


Luis Eduardo Aute y yo nos conocimos en el patio de recreo del colegio Maravillas de Madrid, en el curso 1958-59. Voy a contarlo, pero advierto lealmente de entrada que voy a hablar poco de Luis Eduardo, y mucho de mí.

Mi familia se trasladó en septiembre de 1958 de Barcelona a Madrid, por imperativos profesionales de mi padre. Fui matriculado en Maravillas, en el curso de Cuarto de Bachillerato A. Aute estaba en el mismo curso en la clase B. La y A la B no significaban un orden jerárquico, sencillamente era que no cabíamos todos en la misma aula.

El 13 de octubre entregué al hermano Ramón, profesor de Lengua, unos versos sobre el Descubrimiento de América que nos había puesto de deber para casa: versos ramplones, hechos aprisa y corriendo por un colegial que quería fastidiar lo menos posible un día de fiesta. Hacia mediodía, me empecé a sentir mal. No “muy” mal, al principio: un malestar sordo. Pedí permiso y me volví andando a casa, sin comer (yo era mediopensionista).

Ya en casa, me sentí “muy” mal. Mi madre me tocó la frente, y ardía. Me acosté y vino el médico. Al médico ya no lo vi; entré en un túnel negro. El diagnóstico fue de meningitis vírica. Pasé una semana sumergido en el túnel, y un día me encontré de pronto en un paisaje reconocible: mi cama, mi cuarto. Me dijeron que había estado entre la vida y la muerte; yo no me di cuenta. En cualquier caso, salvé aquel matchpoint de chiripa. Luego vino una convalecencia lenta, larguísima, con muchas pastillas y algunas inyecciones dolorosas.

El hermano Ramón vino a visitarme con el prefecto de los Estudios (en la clandestinidad le llamábamos el Perifollo). Traían mis versos del Descubrimiento impresos en la revista del colegio. Estaban muy retocados, por supuesto, para no desmerecer demasiado del nivel de la publicación. Dijeron que yo tenía un gran talento. No me lo creí. Dijeron que toda la clase había rezado mucho por mí. En efecto, a mi regreso después de las navidades todos me miraban como un Reborn. Yo era nuevo y ni siquiera se acordaban bien de mi cara, pero era la prueba viva del poder de la oración.

También dijeron los Hermanos que yo debería hacer un gran esfuerzo para poder pasar la Reválida en el escaso tiempo que me quedaba. Las perspectivas eran negras, se sopesó la posibilidad de repetir curso.

Mis matemáticas nunca se recuperaron de aquel golpe; perdí pie y me ahogué en el mar de las ciencias exactas. Pero un suceso inesperado vino a salvarme del sambenito del repetidor: aprobé la Reválida gracias al latín.

Fue como si un espíritu, santo o no, hubiera descendido sobre mi cabeza en forma de lengua de fuego. Donde otros veían un galimatías de latinajos incomprensibles, yo era capaz de destilar un texto castellano claro, y en ocasiones incluso elegante. El Arma virumque cano se me daba de lo más bien. Empecé a ser asiduo de los cuadros de honor y los compañeros me pedían que escribiera los ejercicios de clase con letra grande para que resultaran legibles desde los pupitres vecinos.

En los recreos, el fútbol era obligatorio pero yo tenía dispensa médica. Luis Eduardo Aute estaba en la misma situación, no recuerdo por qué motivo. Formábamos con dos o tres más un grupito de marginados del deporte, y charlábamos. Él había nacido en Manila y yo en Barcelona, dos lugares casi igual de exóticos en aquel contexto. Yo recibía diplomas por mi latín y él por el dibujo. Era formidable con el lápiz y con el carboncillo, pero además manejaba pinceles, y lo hacía como los ángeles. Compartir cuadro de honor y exención de fútbol nos auroleaba con un prestigio particular ante los condiscípulos.

Charlábamos en el grupo de lo que se terciaba: una película de estreno, un partido de fútbol memorable (entonces no había partidos televisados, nuestra fuente de información era “la” Marca), un libro particular en alguna ocasión.

Hablábamos sobre todo de mujeres. Luis Eduardo tenía un año más que yo, y eso se nota mucho a los catorce. Pero además yo llevaba un retraso más considerable aún en el tema mujeres que en las matemáticas. Mi experiencia fuera del ámbito familiar (las hermanas y las primas, que no cuentan) era como la tabula rasa del filósofo. De modo que Luis Eduardo hablaba y yo escuchaba, tratando de retener en la memoria las estrategias fundamentales en relación con las mujeres: cómo entenderlas, cómo atraer su atención, cómo seducirlas.

Cuando se acercaba al grupo una sotana negra con el baberito, cambiábamos de tema. «Entonces, ¿el cuadrado de la hipotenusa…?», preguntaba yo. Y él: «Igual al cuadrado de los catetos.» «¿Seguro?» «Palabra. Míralo en el libro.» El hermano se alejaba con una sonrisa beatífica y nosotros volvíamos a nuestros asuntos.

El curso siguiente ya no fue igual. Yo pasé a Quinto Letras, y en el patio de recreo me desmelenaba jugando al fútbol con los de mi clase. En el cole hay mucha conciencia de clase. Cada vez era más raro coincidir con Luis Eduardo. En Preu ya nos perdimos de vista. Él se olvidó sin duda hasta de mi nombre, y yo empecé a escucharle cantar, en los discos de 45 rpm y en la televisión que de pronto irrumpió en nuestras vidas.