sábado, 25 de abril de 2020

PONIENDO EL GRITO EN EL CIELO



Luis Argüello, portavoz de la Conferencia Episcopal Española.


La Conferencia Episcopal se ha pronunciado en contra de una renta mínima de sostén para los necesitados. Es comprensible. Se trata de una medida gubernamental que invade el terreno de la institución eclesial, así de claro. Es verdad pública desde siempre que uno de los terrenos de predilección de la Madre Iglesia consiste en el sostén de los necesitados; a su vez, y esta es una deriva colateral bastante menos publicitada, los necesitados concurren de forma sustancial al sostén de la Iglesia. La Madre Iglesia ejerce de empresaria sui generis de las obras caritativas, en un régimen de cuasi monopolio. Se trata de un negocio boyante, exento de impuestos de todo tipo, e injerencias tales como una renta mínima garantizada podrían ponerlo en peligro.

De ahí que los obispos hayan puesto el grito en el cielo, nunca mejor dicho. De ahí que estén descargando toda su artillería pesada sobre el Coleta, la persona que más énfasis está poniendo en la medida.

No es casualidad, eso del “Coleta”. El grueso de ls ataques contra él, hechos con una gran cantidad de sal gruesa, de desconsideración y de calumnia, proceden de los órganos de comunicación de la Iglesia. La Iglesia ataca a Iglesias, y como la frase así expresada podría dar lugar a retruécanos y malentendidos, se ha improvisado para la ocasión ese apodo despectivo, “el Coleta”, que deja las cosas claras.

La Iglesia católica es una institución bicéfala. De un lado está presidida por la Fe; del otro, por la Cuenta de Resultados. De un lado está el papa Francisco; del otro, la Curia.

La Iglesia católica es una gran multinacional, cuyo funcionamiento está dirigido con criterios tayloristas muy estrictos. Todos los párrocos y los ecónomos de las órdenes religiosas, así en Roma veduta como en San Esteban del Valle, saben muy de cierto que, si el balance anual de sus actividades arroja números rojos, serán sustituidos sin contemplaciones por el obispo, y perderán su modus vivendi. La caridad es una virtud teologal, pero siempre tiene un límite. La caridad bien entendida empieza por uno mismo, según adagio muy inculcado desde el seminario en el ánimo de todos los eclesiásticos.

Eso no quita que dentro de la Iglesia existan ejemplos edificantes de abnegación, de desprendimiento, de heroicidad incluso. Una cosa son las personas, y otra la institución. No solo en la clase de tropa, también en la jerarquía hay personas valiosas, modélicas si se quiere. Personas que siguen el camino marcado en su día por Jesucristo, y que cargan valerosamente con su cruz sin atender a la prosaica cuenta de resultados.

Pero vistas las cosas en su conjunto, la cuenta de resultados es el infierno que ha acabado por prevalecer contra la piedra angular de aquel soberbio edificio proyectado a orillas del mar de Galilea.

La caridad eclesial implica una relación muy fuerte de dependencia. La política eclesiástica es una política caciquil. La administración de los cuidados a la clientela necesitada conlleva el ejercicio de un cuasi monopolio que se extiende a otros terrenos ideológicos sensibles, singularmente a la educación. La caridad justifica el privilegio, y refuerza así tanto el poder del dispensador de caridad como la dependencia a perpetuidad de la grey de los “beneficiados”.

Por esa razón la Conferencia Episcopal ha salido diligentemente a la palestra para manifestarse en contra de un instrumento técnico igualador, que de implantarse podría aportar una porción, aun muy modesta, de independencia económica a su fiel clientela de necesitados de siempre.