Luis Argüello, portavoz de la
Conferencia Episcopal Española.
La Conferencia
Episcopal se ha pronunciado en contra de una renta mínima de sostén para los
necesitados. Es comprensible. Se trata de una medida gubernamental que invade
el terreno de la institución eclesial, así de claro. Es verdad pública desde
siempre que uno de los terrenos de predilección de la Madre Iglesia consiste en
el sostén de los necesitados; a su vez, y esta es una deriva colateral bastante
menos publicitada, los necesitados concurren de forma sustancial al sostén de
la Iglesia. La Madre Iglesia ejerce de empresaria sui generis de las obras caritativas, en un régimen de cuasi
monopolio. Se trata de un negocio boyante, exento de impuestos de todo tipo, e
injerencias tales como una renta mínima garantizada podrían ponerlo en peligro.
De ahí que los
obispos hayan puesto el grito en el cielo, nunca mejor dicho. De ahí que estén descargando toda su artillería pesada sobre el Coleta, la persona que más
énfasis está poniendo en la medida.
No es casualidad, eso
del “Coleta”. El grueso de ls ataques contra él, hechos con una gran cantidad
de sal gruesa, de desconsideración y de calumnia, proceden de los órganos de
comunicación de la Iglesia. La Iglesia ataca a Iglesias, y como la frase así expresada podría
dar lugar a retruécanos y malentendidos, se ha improvisado para la ocasión ese
apodo despectivo, “el Coleta”, que deja las cosas claras.
La Iglesia católica
es una institución bicéfala. De un lado está presidida por la Fe; del otro, por
la Cuenta de Resultados. De un lado está el papa Francisco; del otro, la Curia.
La Iglesia católica
es una gran multinacional, cuyo funcionamiento está dirigido con criterios
tayloristas muy estrictos. Todos los párrocos y los ecónomos de las órdenes religiosas,
así en Roma veduta como en San
Esteban del Valle, saben muy de cierto que, si el balance anual de sus actividades
arroja números rojos, serán sustituidos sin contemplaciones por el obispo, y
perderán su modus vivendi. La caridad
es una virtud teologal, pero siempre tiene un límite. La caridad bien entendida
empieza por uno mismo, según adagio muy inculcado desde el seminario en el
ánimo de todos los eclesiásticos.
Eso no quita que
dentro de la Iglesia existan ejemplos edificantes de abnegación, de
desprendimiento, de heroicidad incluso. Una cosa son las personas, y otra la
institución. No solo en la clase de tropa, también en la jerarquía hay personas
valiosas, modélicas si se quiere. Personas que siguen el camino marcado en su
día por Jesucristo, y que cargan valerosamente con su cruz sin atender a la
prosaica cuenta de resultados.
Pero vistas las
cosas en su conjunto, la cuenta de resultados es el infierno que ha acabado por
prevalecer contra la piedra angular de aquel soberbio edificio proyectado a
orillas del mar de Galilea.
La caridad eclesial
implica una relación muy fuerte de dependencia. La política eclesiástica es una
política caciquil. La administración de los cuidados a la clientela necesitada
conlleva el ejercicio de un cuasi monopolio que se extiende a otros terrenos ideológicos sensibles, singularmente
a la educación. La caridad justifica el privilegio, y refuerza así tanto el
poder del dispensador de caridad como la dependencia a perpetuidad de la grey
de los “beneficiados”.
Por esa razón la
Conferencia Episcopal ha salido diligentemente a la palestra para manifestarse
en contra de un instrumento técnico igualador, que de implantarse podría aportar
una porción, aun muy modesta, de independencia económica a su fiel clientela de
necesitados de siempre.