Marichu sentada en el centro del grupo (señalada por la botella), el día de la boda de mi hija Albertina. Está rodeada por algunas de las
numerosísimas personas que tuvimos el privilegio de formar parte de su familia.
Se nos ha muerto
ayer por la mañana Marichu. No ha sido del virus, sino de los 92 años, que ya
pesaban mucho. Su alma se había retirado con discreción hace ya algún tiempo;
no conocía. En alguna ocasión la vimos en ese estado de ausencia permanente y, aunque no sabía quiénes éramos, siempre nos dedicaba una pequeña caricia, una
sonrisa esbozada, un gesto amistoso, o nos ofrecía un yogur.
Yo la llamaba “prima”.
En realidad el parentesco era más complejo y más lejano. Era la hermana mayor
de Cuquín ─Cuquín también aparece en la foto, a la derecha, de pie─, hijas las dos de
mi tía Cristina, que a su vez se había casado con un tío suyo. Así de enredadas
están las relaciones en el modesto clan en el que tengo dispuesto mi nicho
ecológico.
Tengo un recuerdo
tierno de Marichu, que quiero compartir. Era católica, monárquica, pensaba bien
de Franco, tenía todas sus ideas bien ordenadas y clasificadas en el estante etiquetado
“orden”. Igual le ocurría a su marido, Pepe. La diferencia entre los dos era
que Pepe era combativamente intransigente, y ella no.
El hecho de que yo
fuera un “comunista” (todo acaba sabiéndose, en la familia) era motivo suficiente para que
Pepe trazara una línea roja entre él y yo. Mientras él mantuvo esa actitud “dura”,
en expresión de la propia Marichu, su casa fue terreno vedado para mí. Pero
cuando Pepe se vio atacado por el Alzheimer después de una operación quirúrgica
que no salió del todo bien, y su carácter “se dulcificó” (siempre según Marichu),
ella nos invitó a cenar a su casa a Carmen y a mí, y nos sentó a todos juntos a
“su” mesa, que era la de todos.
También nos invitó
varios veranos a su casa de la playa, estuvimos en la boda de su hijo José
Ignacio con Florence, paseamos en coche a Cuquín y a ella por algunas
localidades pintorescas del sur de Francia (Aigues-Mortes, Sommières, les
Saintes-Maries-de-la-Mer) y convivimos especialmente los cuatro en Montpellier,
con larguísimas charlas sobre tantas cosas que nos unían en la familia y que no
eran en ningún caso aquellas en las que ellas y nosotros discrepábamos, dentro
de un exquisito respeto y aprecio mutuo.
No podré
acompañarla a su definitivo lugar de reposo, y lo siento como una herida más, propinada
por esta crisis que no acaba de pasar.