jueves, 7 de mayo de 2020

ADIÓS, MARICHU



Marichu sentada en el centro del grupo (señalada por la botella), el día de la boda de mi hija Albertina. Está rodeada por algunas de las numerosísimas personas que tuvimos el privilegio de formar parte de su familia.


Se nos ha muerto ayer por la mañana Marichu. No ha sido del virus, sino de los 92 años, que ya pesaban mucho. Su alma se había retirado con discreción hace ya algún tiempo; no conocía. En alguna ocasión la vimos en ese estado de ausencia permanente y, aunque no sabía quiénes éramos, siempre nos dedicaba una pequeña caricia, una sonrisa esbozada, un gesto amistoso, o nos ofrecía un yogur.

Yo la llamaba “prima”. En realidad el parentesco era más complejo y más lejano. Era la hermana mayor de Cuquín ─Cuquín también aparece en la foto, a la derecha, de pie─, hijas las dos de mi tía Cristina, que a su vez se había casado con un tío suyo. Así de enredadas están las relaciones en el modesto clan en el que tengo dispuesto mi nicho ecológico.

Tengo un recuerdo tierno de Marichu, que quiero compartir. Era católica, monárquica, pensaba bien de Franco, tenía todas sus ideas bien ordenadas y clasificadas en el estante etiquetado “orden”. Igual le ocurría a su marido, Pepe. La diferencia entre los dos era que Pepe era combativamente intransigente, y ella no.

El hecho de que yo fuera un “comunista” (todo acaba sabiéndose, en la familia) era motivo suficiente para que Pepe trazara una línea roja entre él y yo. Mientras él mantuvo esa actitud “dura”, en expresión de la propia Marichu, su casa fue terreno vedado para mí. Pero cuando Pepe se vio atacado por el Alzheimer después de una operación quirúrgica que no salió del todo bien, y su carácter “se dulcificó” (siempre según Marichu), ella nos invitó a cenar a su casa a Carmen y a mí, y nos sentó a todos juntos a “su” mesa, que era la de todos.

También nos invitó varios veranos a su casa de la playa, estuvimos en la boda de su hijo José Ignacio con Florence, paseamos en coche a Cuquín y a ella por algunas localidades pintorescas del sur de Francia (Aigues-Mortes, Sommières, les Saintes-Maries-de-la-Mer) y convivimos especialmente los cuatro en Montpellier, con larguísimas charlas sobre tantas cosas que nos unían en la familia y que no eran en ningún caso aquellas en las que ellas y nosotros discrepábamos, dentro de un exquisito respeto y aprecio mutuo.

No podré acompañarla a su definitivo lugar de reposo, y lo siento como una herida más, propinada por esta crisis que no acaba de pasar.