El País da cuenta
de la aparición de una nueva biografía de Agatha Clarissa Miller, más conocida
en el mundillo como Agatha Christie. Quizás a alguno de ustedes no les suene el
nombre, pero es poco probable que tal cosa ocurra: doña Agatha es la autora más
leída de toda la historia: se han vendido unos dos mil millones de ejemplares
de obras nacidas de su intelecto, en un total de 103 idiomas. Solo pueden
exhibir números mejores William Shakespeare y la Biblia, pero en los dos casos
hay trampa: la Biblia está en todas las casas pero muy poca gente la lee en
realidad, y es preferible que sea así. Los obispos siempre lo han considerado
un libro no recomendable, salvo para personas con una gran formación y un
equilibrio mental a toda prueba. Con eso está dicho todo.
Y en cuanto a
Shakespeare, la gente conoce algunas frases de Hamlet y poca cosa más. Aparece
de forma infalible en las librerías de la gente culta, al lado de la
enciclopedia Espasa y de un libro ilustrado de gran formato sobre Picasso; pero
si van ustedes a escarbar, se darán cuenta de que nadie mueve jamás de su sitio
ninguno de los tres pilares de nuestra cultura.
La nueva biógrafa de
la autora a la que realmente todos rendimos culto lector es Laura Thomson, y ha
titulado su intento “Agatha Christie. Una vida misteriosa”. Según el crítico
del New York Times, el libro “crea misterios donde no los hay”. La vida de Christie,
en efecto, fue lisa e impoluta como una patena salvo por once días locos, en
1926. Hay muchas formas de explicar esos once días, y lo cierto es que todas
ellas han sido ensayadas sucesivamente.
Agatha Clarissa desapareció
dejando su coche estrellado, y con el abrigo, el bolso, el dinero y los
documentos en el interior. La policía la buscó sin éxito con todos los medios
disponibles: se dragaron ríos y estanques, se rebuscó en hospitales y morgues,
se distribuyó su foto por millares y se ofrecieron recompensas a quien diera
noticias ciertas de su paradero. En vano.
Reapareció once
días después en un balneario de Harrogate en el que se había inscrito con el
nombre de la amante de su marido el señor Christie. Dijo y sostuvo en las
ruedas de prensa que había tenido un ataque de amnesia y no se acordaba de
nada, ni siquiera de quién era ella misma. Pero sí se había acordado en el
trance del nombre de la mujer con la que su marido se distraía de sus
obligaciones sacramentales.
Hércules Poirot
habría desentrañado con facilidad el misterio, pero optó por no hablar en el
momento en el que fue requerido, y después calló para siempre.
Doña Agatha se
divorció en 1928 del marido infiel, se casó de nuevo con el arqueólogo Max Mallowan en 1930, y
siguió imperturbable contándonos esas historias truculentas basadas siempre en
el mismo mecanismo: un entorno idílico en la campiña, la maldad inexplicable
para todos los presentes de una mano que vierte veneno en una copa o apuñala en
la sombra, y el arte de birlibirloque por el que un investigador malicioso
(llámese Poirot, que es extranjero, o Marple, que es una chismosa mal pensada) explica
a la concurrencia quién era la serpiente oculta en el paraíso terrenal, en una
especie de exorcismo por el que la inocencia prístina queda restaurada.
Seguramente el
éxito de Agatha Christie obedece a razones de orden psicoanalítico relacionadas
con una sociedad que se rige por una doble moral abiertamente represiva.
Escribió 66 novelas policíacas más 14 libros de relatos. Tantas infracciones
del orden moral seguidas por la correspondiente reparación tienen algo de
compulsivo para el lector adicto, que ve reflejado en las historias su propio
universo escindido. El éxito de doña Agatha es en buena medida el de la fórmula
“piensa mal y acertarás”, puesta en práctica precisamente en el país que
ostenta como divisa el lema “Honi soit
qui mal y pense”, avergüéncese quien piense mal.
Podemos practicar
ese mismo doble juego en relación con los once días famosos en los que la
escritora representó a una de sus heroínas.