Encuentros en la tercera fase de
confinamiento
Estatua de Poirot en Bélgica.
Foto Lumixbx, tomada en préstamo de Wikipedia.
El Primero de Mayo por
la tarde, mientras daba vueltas a la azotea de casa tratando de ponerme en
forma para la desescalada, vi venir hacia mí a un hombrecillo de cabeza ovoide
con grandes bigotes de puntas hacia arriba, vestido con un terno impecable de
color gris perla, pajarita, botines, cadena de reló asomando del chaleco, y
bastón de puño plateado. Me ofreció una sonrisa radiante y se llevó la mano al
sombrero oscuro.
─ Mi nombre es
Poirot, Hercule Poirot ─ anunció esponjándose, evidentemente satisfecho de sí
mismo.
─ Déjeme adivinar,
usted es detective.
Sus facciones
dibujaron una mueca de sorpresa excesiva, un tanto teatral.
─ ¡Admirable, mon ami! Una deducción certera. ¿Ha sido
casualidad, o resultado del trabajo de sus pequeñas células grises?
─ Lo segundo, más
bien. Bueno, en cierto modo. En fin…
─ ¿En fin…? ─ repitió,
y sus ojillos me taladraron.
─ Le he visto a
usted mucho en el cine. Aunque no exactamente así, claro. Peter Ustinov, Albert
Finney, David Suchet…
Barrió aquellos
nombres con un gesto de la mano.
─ Yo soy el único
Hercule Poirot, el auténtico. Desconfíe de las imitaciones.
─ ¿Y a qué debo el
honor de su visita inesperada?
Me señaló con un
dedo coquetón, mientras se echaba un poco atrás apoyado en el bastón.
─ ¿No lo ha
deducido aún, usted, un atleta prodigioso en lo que se refiere al manejo de las
células grises?
─ Tendrá que
disculparme.
─ He venido en
respuesta a su mensaje.
─ ¿Mi mensaje?
─ No ha pasado
tanto tiempo, lo ha colgado usted esta mañana mismo en su blog y en su cuenta
de facebook. En cuanto a las palabras en sí, vamos a ver, mi memoria no es ya la
que era… Ah, sí. «Hércules Poirot
habría desentrañado con facilidad el misterio, pero optó por no hablar en el
momento en el que fue requerido, y después calló para siempre.» Se refería
usted a dame Agatha Christie, mi
infatigable colaboradora en tantas aventuras. ¿Reconoce la frase?
─ Sí, claro, pero…
─ Sí, cliri, piri ─ me remedó sarcástico ─. “Yo”, Hercule Poirot, he
sido requerido de forma pública a explicarme, y no tengo la menor intención de
callar para siempre. ¿Piensa usted seguir dando vueltas aquí como un burro
atado a la noria, disculpe la manera de señalar, o podemos tomar asiento?
Hay algunas butacas de jardín
amontonadas junto a unas macetas de cactus, en un rincón de la azotea. Nos
sentamos.
─ Le escucho ─ dije.
─ Empezaré diciendo que dame Agatha Mary Clarissa nunca quiso hablar
conmigo de los hechos ocurridos a finales de 1926. Todo lo que sigue son
conjeturas mías. Partamos, sin embargo, de los datos conocidos.
» El 3 de diciembre Archibald
Christie está haciendo sus preparativos para pasar el fin de semana con una
mujer que no es la suya, Nancy Neale. Agatha, su esposa, está al corriente y el
tema provoca una fuerte discusión doméstica en el domicilio familiar, número 5 de
Northwick Terrace, Berkshire. Archie se marcha, y Agatha escribe a su secretaria
pidiéndole que cuide de su hija Rosalind, de siete años, porque va a estar
fuera unos días, en algún lugar del Yorkshire. No parece haber hecho ningún
otro preparativo en particular. Sale ya de noche cerrada, a las 21.45; se pone
al volante de su Morris Cowley y arranca en dirección sur.
» El coche será encontrado a la
mañana siguiente cerca de Guildford, estrellado en un pequeño desmonte. Agatha ha
desaparecido. La noticia es primera plana en los principales rotativos, y el
ministro del Interior apremia a la policía a organizar la búsqueda de la
conocida escritora. ¿Conoce usted a la policía inglesa, mon ami, estamos hablando del año 26?
─ Por referencias ─ dije.
─ La policía más eficiente del
mundo en aquellas fechas. Rastrea la zona del presunto accidente palmo a palmo,
y extiende a todo el país la búsqueda urgente. Cherchez la femme, como decimos en el mundillo. La mujer no aparece,
ni viva ni muerta. Once días más tarde, un periodista americano reconoce a Agatha
entre los huéspedes de un balneario de moda, el Swan Hydropathic Hotel de Harrogate,
Yorkshire. Ha ido efectivamente a Yorkshire, como anunció a su secretaria. Está
inscrita con el nombre de Teresa Neale, de Ciudad del Cabo. Dice no saber cómo
ha llegado allí, ni por qué está en ese lugar; no recuerda nada, no sabe ni
siquiera quién es ella misma. Archie Christie acude rápidamente, acompañado por
la policía. “Es mi mujer, sin ninguna duda”, declara. Ella responde: “No
conozco de nada a este hombre.” Es puesta en tratamiento psiquiátrico. Los
médicos diagnostican “fuga psicogénica”. ¿Me sigue?
─ Le sigo.
─ ¿Qué le parece la historia?
─ Altamente inverosímil.
─ Yo no lo habría expresado
mejor. ¿Ha oído hablar en alguna otra ocasión de una fuga psicogénica?
─ Nunca.
─ Se especuló mucho con una
fuerte depresión y un intento fallido de suicidio. También, con una “escena del
crimen” preparada para que el marido infiel fuera acusado de asesinato. Usted,
¿qué cree?
─ Agatha no haría nunca una chapuza así.
─ Justamente. Aquí entra en
juego la psicología de las personas. Se constata el naufragio de un matrimonio,
y la opinión adjudica a la mujer el papel de víctima. Es lo habitual, pero las
cosas son un poco diferentes en este caso. De los dos, el astro es ella, y él
el satélite. Archibald Christie era un aviador de combate en la RAF, un cuerpo
de élite, y Agatha una simple enfermera voluntaria, cuando se conocieron los
dos, en el curso de la primera gran guerra. Pero luego ella empezó a escribir. Precisamente
en 1926 publicó su obra tal vez más famosa, El
asesinato de Roger Ackroyd (incidentalmente, la novela está protagonizada
por mí, disculpe la inmodestia). El matrimonio Christie hizo ese año una gira costeada
por el gobierno por Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y Hawai, con el fin de promocionar una gran exposición sobre el Imperio Británico. Archie tenía por
entonces un puesto burocrático no muy bien pagado, en la City. Posiblemente la
fama de su mujer le resultaba insoportable.
─ ¿Qué cree entonces que
ocurrió?
─ Yo diría que no hubo
depresión, por lo menos una depresión “tan” grande, y que todo lo ocurrido fue
el resultado de un plan premeditado, preparado en cada detalle con
anticipación. Y Agatha contó con alguna ayuda extra. De Guildford a Harrogate
hay una distancia de unos 350 km a vuelo de pájaro. ¿Cómo pudo recorrer esa
distancia una mujer conmocionada, con la mente dañada, sin documentos, sin
dinero, sin un vehículo a su disposición, en las mismas horas en que todo un
cuerpo de policía extraordinariamente eficiente la buscaba sin encontrarla?
─ ¿Cómo pudo?
─ Tenemos que suponer que “alguien”
la recogió en el preciso punto de la carretera en que apareció estrellado el
Morris, la llevó a Harrogate en otro coche, reservó entonces o había reservado
ya previamente una habitación a nombre de Teresa Neale en el Swan Hydropathic
Hotel, un establecimiento por lo demás altamente popular, registró a la cliente
utilizando su propia documentación ya que la de ella era inexistente, y la dejó
alojada allí a una hora discreta, tal vez de madrugada, sin que nadie del
servicio o de la clientela pudiera echarle una ojeada demasiado de cerca… Lo
demás que sucedió o pudo suceder en esos once días no nos concierne.
─ ¿Qué objeto podía tener un plan
tan complicado?
─ Los móviles de nuestras
acciones son limitados. La venganza es el más probable en este caso.
Seguramente, cuando Archie abandonó el domicilio conyugal aquella noche
fatídica, ella le dijo: “Te arrepentirás de esto.” Y fíjese, la policía no la
encontró “a ella”, pero sí encontró de inmediato al marido, de modo que el
delicioso fin de semana en Brighton o en Clacton-on-Sea que se prometía,
naufragó sin remedio. Y luego está ese reencuentro, once días más tarde: “Yo a
este hombre no lo conozco de nada.” ¡Qué bofetada moral, qué humillación! El
divorcio no se hizo esperar.
─ ¿Quién cree que fue el
cómplice misterioso? ¿El segundo marido de la escritora?
─ Improbable. Se conocieron el
año siguiente, cuando Agatha visitó unas excavaciones en Siria. Max Mallowan
era arqueólogo, catorce años más joven que ella. El flechazo existió, y
concluyó en boda; pero para entonces el corazón de Agatha era ya libre.
─ Hubo entonces un tercer
hombre. ¿El periodista americano?
─ Yo no juego a las
adivinanzas, trabajo con datos. Y el tema del tercer hombre ya no es copyright
de Agatha Christie, sino de Graham Greene.
Su risa era extraña, una
especie de gorjeo que le salía del estómago y se diluía en la garganta.
─ Ha sido muy amable en venir
para aclarar las cosas, monsieur. ¿Le
apetece beber algo?
─ ¿No tendrá a punto una jícara
de chocolate deshecho, muy caliente? ─ me miró, esperanzado contra toda
esperanza.
─ Me temo que nada parecido, monsieur.
─ Déjelo entonces. Tengo prisa.
Se esfumó a la luz del sol que se
inclinaba ya hacia las crestas de
Collcerola. Miré el reló. Solo diez minutos para la hora cotidiana de los
aplausos a los trabajadores de la sanidad.