domingo, 3 de mayo de 2020

ONCE DÍAS Y UNA NOCHE


Encuentros en la tercera fase de confinamiento


Estatua de Poirot en Bélgica. Foto Lumixbx, tomada en préstamo de Wikipedia.



El Primero de Mayo por la tarde, mientras daba vueltas a la azotea de casa tratando de ponerme en forma para la desescalada, vi venir hacia mí a un hombrecillo de cabeza ovoide con grandes bigotes de puntas hacia arriba, vestido con un terno impecable de color gris perla, pajarita, botines, cadena de reló asomando del chaleco, y bastón de puño plateado. Me ofreció una sonrisa radiante y se llevó la mano al sombrero oscuro.

─ Mi nombre es Poirot, Hercule Poirot ─ anunció esponjándose, evidentemente satisfecho de sí mismo.

─ Déjeme adivinar, usted es detective.

Sus facciones dibujaron una mueca de sorpresa excesiva, un tanto teatral.

─ ¡Admirable, mon ami! Una deducción certera. ¿Ha sido casualidad, o resultado del trabajo de sus pequeñas células grises?

─ Lo segundo, más bien. Bueno, en cierto modo. En fin…

─ ¿En fin…? ─ repitió, y sus ojillos me taladraron.

─ Le he visto a usted mucho en el cine. Aunque no exactamente así, claro. Peter Ustinov, Albert Finney, David Suchet…

Barrió aquellos nombres con un gesto de la mano.

─ Yo soy el único Hercule Poirot, el auténtico. Desconfíe de las imitaciones.

─ ¿Y a qué debo el honor de su visita inesperada?

Me señaló con un dedo coquetón, mientras se echaba un poco atrás apoyado en el bastón.

─ ¿No lo ha deducido aún, usted, un atleta prodigioso en lo que se refiere al manejo de las células grises?

─ Tendrá que disculparme.

─ He venido en respuesta a su mensaje.

─ ¿Mi mensaje?

─ No ha pasado tanto tiempo, lo ha colgado usted esta mañana mismo en su blog y en su cuenta de facebook. En cuanto a las palabras en sí, vamos a ver, mi memoria no es ya la que era… Ah, sí. «Hércules Poirot habría desentrañado con facilidad el misterio, pero optó por no hablar en el momento en el que fue requerido, y después calló para siempre.» Se refería usted a dame Agatha Christie, mi infatigable colaboradora en tantas aventuras. ¿Reconoce la frase?

─ Sí, claro, pero…

Sí, cliri, piri ─ me remedó sarcástico ─. “Yo”, Hercule Poirot, he sido requerido de forma pública a explicarme, y no tengo la menor intención de callar para siempre. ¿Piensa usted seguir dando vueltas aquí como un burro atado a la noria, disculpe la manera de señalar, o podemos tomar asiento?

Hay algunas butacas de jardín amontonadas junto a unas macetas de cactus, en un rincón de la azotea. Nos sentamos.

─ Le escucho ─ dije.

─ Empezaré diciendo que dame Agatha Mary Clarissa nunca quiso hablar conmigo de los hechos ocurridos a finales de 1926. Todo lo que sigue son conjeturas mías. Partamos, sin embargo, de los datos conocidos.

» El 3 de diciembre Archibald Christie está haciendo sus preparativos para pasar el fin de semana con una mujer que no es la suya, Nancy Neale. Agatha, su esposa, está al corriente y el tema provoca una fuerte discusión doméstica en el domicilio familiar, número 5 de Northwick Terrace, Berkshire. Archie se marcha, y Agatha escribe a su secretaria pidiéndole que cuide de su hija Rosalind, de siete años, porque va a estar fuera unos días, en algún lugar del Yorkshire. No parece haber hecho ningún otro preparativo en particular. Sale ya de noche cerrada, a las 21.45; se pone al volante de su Morris Cowley y arranca en dirección sur.

» El coche será encontrado a la mañana siguiente cerca de Guildford, estrellado en un pequeño desmonte. Agatha ha desaparecido. La noticia es primera plana en los principales rotativos, y el ministro del Interior apremia a la policía a organizar la búsqueda de la conocida escritora. ¿Conoce usted a la policía inglesa, mon ami, estamos hablando del año 26?

─ Por referencias ─ dije.

─ La policía más eficiente del mundo en aquellas fechas. Rastrea la zona del presunto accidente palmo a palmo, y extiende a todo el país la búsqueda urgente. Cherchez la femme, como decimos en el mundillo. La mujer no aparece, ni viva ni muerta. Once días más tarde, un periodista americano reconoce a Agatha entre los huéspedes de un balneario de moda, el Swan Hydropathic Hotel de Harrogate, Yorkshire. Ha ido efectivamente a Yorkshire, como anunció a su secretaria. Está inscrita con el nombre de Teresa Neale, de Ciudad del Cabo. Dice no saber cómo ha llegado allí, ni por qué está en ese lugar; no recuerda nada, no sabe ni siquiera quién es ella misma. Archie Christie acude rápidamente, acompañado por la policía. “Es mi mujer, sin ninguna duda”, declara. Ella responde: “No conozco de nada a este hombre.” Es puesta en tratamiento psiquiátrico. Los médicos diagnostican “fuga psicogénica”. ¿Me sigue?

─ Le sigo.

─ ¿Qué le parece la historia?

─ Altamente inverosímil.

─ Yo no lo habría expresado mejor. ¿Ha oído hablar en alguna otra ocasión de una fuga psicogénica?

─ Nunca.

─ Se especuló mucho con una fuerte depresión y un intento fallido de suicidio. También, con una “escena del crimen” preparada para que el marido infiel fuera acusado de asesinato. Usted, ¿qué cree?

─ Agatha no haría nunca una chapuza así.

─ Justamente. Aquí entra en juego la psicología de las personas. Se constata el naufragio de un matrimonio, y la opinión adjudica a la mujer el papel de víctima. Es lo habitual, pero las cosas son un poco diferentes en este caso. De los dos, el astro es ella, y él el satélite. Archibald Christie era un aviador de combate en la RAF, un cuerpo de élite, y Agatha una simple enfermera voluntaria, cuando se conocieron los dos, en el curso de la primera gran guerra. Pero luego ella empezó a escribir. Precisamente en 1926 publicó su obra tal vez más famosa, El asesinato de Roger Ackroyd (incidentalmente, la novela está protagonizada por mí, disculpe la inmodestia). El matrimonio Christie hizo ese año una gira costeada por el gobierno por Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda y Hawai, con el fin de promocionar una gran exposición sobre el Imperio Británico. Archie tenía por entonces un puesto burocrático no muy bien pagado, en la City. Posiblemente la fama de su mujer le resultaba insoportable.

─ ¿Qué cree entonces que ocurrió?

─ Yo diría que no hubo depresión, por lo menos una depresión “tan” grande, y que todo lo ocurrido fue el resultado de un plan premeditado, preparado en cada detalle con anticipación. Y Agatha contó con alguna ayuda extra. De Guildford a Harrogate hay una distancia de unos 350 km a vuelo de pájaro. ¿Cómo pudo recorrer esa distancia una mujer conmocionada, con la mente dañada, sin documentos, sin dinero, sin un vehículo a su disposición, en las mismas horas en que todo un cuerpo de policía extraordinariamente eficiente la buscaba sin encontrarla?

─ ¿Cómo pudo?

─ Tenemos que suponer que “alguien” la recogió en el preciso punto de la carretera en que apareció estrellado el Morris, la llevó a Harrogate en otro coche, reservó entonces o había reservado ya previamente una habitación a nombre de Teresa Neale en el Swan Hydropathic Hotel, un establecimiento por lo demás altamente popular, registró a la cliente utilizando su propia documentación ya que la de ella era inexistente, y la dejó alojada allí a una hora discreta, tal vez de madrugada, sin que nadie del servicio o de la clientela pudiera echarle una ojeada demasiado de cerca… Lo demás que sucedió o pudo suceder en esos once días no nos concierne.

─ ¿Qué objeto podía tener un plan tan complicado?

─ Los móviles de nuestras acciones son limitados. La venganza es el más probable en este caso. Seguramente, cuando Archie abandonó el domicilio conyugal aquella noche fatídica, ella le dijo: “Te arrepentirás de esto.” Y fíjese, la policía no la encontró “a ella”, pero sí encontró de inmediato al marido, de modo que el delicioso fin de semana en Brighton o en Clacton-on-Sea que se prometía, naufragó sin remedio. Y luego está ese reencuentro, once días más tarde: “Yo a este hombre no lo conozco de nada.” ¡Qué bofetada moral, qué humillación! El divorcio no se hizo esperar.

─ ¿Quién cree que fue el cómplice misterioso? ¿El segundo marido de la escritora?

─ Improbable. Se conocieron el año siguiente, cuando Agatha visitó unas excavaciones en Siria. Max Mallowan era arqueólogo, catorce años más joven que ella. El flechazo existió, y concluyó en boda; pero para entonces el corazón de Agatha era ya libre.

─ Hubo entonces un tercer hombre. ¿El periodista americano?

─ Yo no juego a las adivinanzas, trabajo con datos. Y el tema del tercer hombre ya no es copyright de Agatha Christie, sino de Graham Greene.

Su risa era extraña, una especie de gorjeo que le salía del estómago y se diluía en la garganta.

─ Ha sido muy amable en venir para aclarar las cosas, monsieur. ¿Le apetece beber algo?

─ ¿No tendrá a punto una jícara de chocolate deshecho, muy caliente? ─ me miró, esperanzado contra toda esperanza.

─ Me temo que nada parecido, monsieur.

─ Déjelo entonces. Tengo prisa.

Se esfumó a la luz del sol que se inclinaba ya hacia las  crestas de Collcerola. Miré el reló. Solo diez minutos para la hora cotidiana de los aplausos a los trabajadores de la sanidad.