Factoría Nissan de Barcelona. Foto, la Vanguardia
No es la gota de
agua que desborda el vaso, porque el vaso estaba ya ampliamente desbordado y el
agua manaba a chorros. Pero hoy la dirección de Nissan anuncia el cierre para
diciembre de la factoría de Zona Franca, y eso supone la pérdida de tres mil
puestos de trabajo directos, más unos veinte mil indirectos en empresas
auxiliares, comercializadoras y otras, que habrán de buscarse la vida por otro
lado, en un contexto económico pavoroso.
El gobierno ofreció
a la firma japonesa toda clase de apoyos y de facilidades, según se informa.
Cerrar le saldrá a Nissan más caro que mantener abierta la factoría, se ha
informado también. Son dos datos irrelevantes cuando se trata de un grupo
empresarial puntero en un sector tan decisivo como el del automóvil, en crisis
de reconversión y en el que las tecnologías innovadoras se suceden unas a otras
a velocidades supersónicas.
Habida cuenta
además de que los grandes grupos multinacionales, las corporated, son en esencia aves migratorias, que nidifican un poco
aquí y allá, al azar de las estaciones climáticas y de circunstancias
favorables cambiantes. (Cuando no hacen lo que decía el gaucho Martín Fierro de
los teros, aves pampinas que «en un lao pegan los gritos, y en otro ponen los
güevos».)
Con esta crónica de
una muerte anunciada marco una pausa en la serie de comentarios ociosos que he venido
publicando en este mismo lugar a lo largo del último mes. Cosas relacionadas
con la ventana de oportunidad que puede representar un virus con una capacidad expansiva
suficiente para paralizar los procesos productivos en toda la superficie del
planeta, si la pandemia permite que se abra paso una nueva racionalidad y se propicie
un cambio de marcha, pero sobre todo un cambio de rumbo, de una economía global
basada hasta ahora en la rapiña, el despilfarro, la volatilidad, la
precariedad, la desigualdad creciente y el cortoplacismo.
El cierre de Nissan
será un simple episodio en esta crisis de civilización; pero el coronavirus
también lo es. Las grandes fechorías vienen de mucho tiempo atrás, el Perú ya
estaba jodido de antes, Zavalita. Una estructura inadecuada del Estado; una
concepción despectiva de lo público; las polémicas superficiales y ruidosas de
un debate político degenerado en show
business; la idea peregrina, en fin, de que habíamos llegado al final del
trabajo humano, al final de los conflictos de las clases sociales, al advenimiento
de una era de prosperidad universal y al final de la Historia. Como señala la
lógica implacable de la Ley de Murphy, todo lo que era susceptible de empeorar,
ha empeorado.
Ha empeorado no en
una progresión aritmética, sino geométrica. De forma vertiginosa, como los
contagios del Covid a partir de la circulación de un salero en un
establecimiento de comidas.
Para el
sindicalismo democrático, marginado hasta ayer del centro de la escena y
maltratado desde todos los ángulos, se abre asimismo una ventana de
oportunidad. Su posición en la sociedad y su función aglutinante lo convierten
en un factor insustituible para una eventual superación innovadora de la crisis
(¡Por favor, nada de una “reconstrucción” de lo que teníamos hasta ahora!)
Para esta nueva travesía,
el sindicato deberá aparejar con un velamen distinto del que estaba
acostumbrado a utilizar. Y habrá de tener en cuenta que la independencia
política, que siempre ha enarbolado como uno de sus grandes valores, es algo
muy distinto de la indiferencia por la política.