jueves, 28 de mayo de 2020

VEINTITRÉS MIL PUESTOS DE TRABAJO



Factoría Nissan de Barcelona. Foto, la Vanguardia


No es la gota de agua que desborda el vaso, porque el vaso estaba ya ampliamente desbordado y el agua manaba a chorros. Pero hoy la dirección de Nissan anuncia el cierre para diciembre de la factoría de Zona Franca, y eso supone la pérdida de tres mil puestos de trabajo directos, más unos veinte mil indirectos en empresas auxiliares, comercializadoras y otras, que habrán de buscarse la vida por otro lado, en un contexto económico pavoroso.

El gobierno ofreció a la firma japonesa toda clase de apoyos y de facilidades, según se informa. Cerrar le saldrá a Nissan más caro que mantener abierta la factoría, se ha informado también. Son dos datos irrelevantes cuando se trata de un grupo empresarial puntero en un sector tan decisivo como el del automóvil, en crisis de reconversión y en el que las tecnologías innovadoras se suceden unas a otras a velocidades supersónicas.

Habida cuenta además de que los grandes grupos multinacionales, las corporated, son en esencia aves migratorias, que nidifican un poco aquí y allá, al azar de las estaciones climáticas y de circunstancias favorables cambiantes. (Cuando no hacen lo que decía el gaucho Martín Fierro de los teros, aves pampinas que «en un lao pegan los gritos, y en otro ponen los güevos».)

Con esta crónica de una muerte anunciada marco una pausa en la serie de comentarios ociosos que he venido publicando en este mismo lugar a lo largo del último mes. Cosas relacionadas con la ventana de oportunidad que puede representar un virus con una capacidad expansiva suficiente para paralizar los procesos productivos en toda la superficie del planeta, si la pandemia permite que se abra paso una nueva racionalidad y se propicie un cambio de marcha, pero sobre todo un cambio de rumbo, de una economía global basada hasta ahora en la rapiña, el despilfarro, la volatilidad, la precariedad, la desigualdad creciente y el cortoplacismo.

El cierre de Nissan será un simple episodio en esta crisis de civilización; pero el coronavirus también lo es. Las grandes fechorías vienen de mucho tiempo atrás, el Perú ya estaba jodido de antes, Zavalita. Una estructura inadecuada del Estado; una concepción despectiva de lo público; las polémicas superficiales y ruidosas de un debate político degenerado en show business; la idea peregrina, en fin, de que habíamos llegado al final del trabajo humano, al final de los conflictos de las clases sociales, al advenimiento de una era de prosperidad universal y al final de la Historia. Como señala la lógica implacable de la Ley de Murphy, todo lo que era susceptible de empeorar, ha empeorado.

Ha empeorado no en una progresión aritmética, sino geométrica. De forma vertiginosa, como los contagios del Covid a partir de la circulación de un salero en un establecimiento de comidas.

Para el sindicalismo democrático, marginado hasta ayer del centro de la escena y maltratado desde todos los ángulos, se abre asimismo una ventana de oportunidad. Su posición en la sociedad y su función aglutinante lo convierten en un factor insustituible para una eventual superación innovadora de la crisis (¡Por favor, nada de una “reconstrucción” de lo que teníamos hasta ahora!)

Para esta nueva travesía, el sindicato deberá aparejar con un velamen distinto del que estaba acostumbrado a utilizar. Y habrá de tener en cuenta que la independencia política, que siempre ha enarbolado como uno de sus grandes valores, es algo muy distinto de la indiferencia por la política.