El equipo de gobierno (imagen
tomada de el diario.es)
Lo que me dispongo
a escribir difícilmente va a ser bien entendido, y posiblemente me valga algún
capón por parte de quienes son aficionados a propinarlos.
Es ello que en la recentísima
minicrisis sobre una cuestión filosófica casi metafísica y de corte nominalista
─la derogación in toto y con fecha de
caducidad de la reforma laboral del año 12─, se ha dado un abanico de
reacciones críticas que han acentuado uno u otro aspecto en función de los
argumentarios de las casas madre. Prevalece la sensatez, pero es una sensatez
cuajada de matices diferenciados. Se ha señalado con el dedo a varios
culpables, no los mismos en todos los casos.
Supongo que todo
eso tiene que ver con nuestra educación sentimental. Hace unos cuantos años,
las cosas eran abiertamente así y nadie se escandalizaba. Adelanto una anécdota
y luego esbozo una hipótesis de explicación.
La anécdota: me
encontré hará un par de años a la puerta de la sede de Comisiones de Cataluña
con un viejo compañero al que no veía desde tiempos casi inmemoriales. Nos
saludamos, nos abrazamos, nos palmeamos la espalda, intercambiamos los
consabidos «cómo te va». Entonces él se puso serio: «Lo que está ocurriendo ahí
dentro [señalando la puerta] es una vergüenza. Supongo que sabes a qué me refiero.»
«Ni idea, le dije. Cuéntame.» Casi empezó a hacerlo, pero se interrumpió de
pronto, me miró a los ojos y me preguntó: «Oye, ¿tú con quién te juntas?»
Le dije que con
nadie y con todos; pero esa no era la respuesta correcta. Me dio largas y se
despidió.
Vamos ahora a la
hipótesis de explicación. En el funcionamiento, sin duda plenamente democrático,
del sindicato en las épocas en las que mi amigo y yo militábamos a tiempo
completo, tenía una importancia esencial con quién te juntabas. Sin duda, la
dirección colectiva del sindicato elaboraba su línea con plena independencia
respecto de los partidos políticos, pero las personas que formábamos parte de
esa dirección militábamos por lo general en unos partidos que, casi sin
excepción, funcionaban según la norma
del "centralismo democrático".
Entonces, nuestras
intervenciones y nuestras tomas de posición estaban condicionadas desde su
origen. Cuando votabas una línea de acción concreta en una casa, tenías
conciencia de que el sentido de tu voto podía acarrearte una acusación de
desviacionismo en otra casa que era también tuya.
Quizás en esa
esquizofrenia cabe encontrar la clave de tantas ocasiones históricamente malbaratadas.
Debo decir en honor de mi generación que ese asunto nos preocupó mucho y que
buscamos resolverlo de distintas maneras. Luchamos contra dogmas difícilmente
comprensibles, misterios de la santísima trinidad que nadie entendía en
realidad, pero que todos repetían a cosica hecha. Intentamos infundir en los
comiteles centrales algo que entre nosotros llamábamos “cultura de fábrica”, la
sensatez peculiar de quien se enfrenta todos los días a la contradicción
principal y ha aprendido a escuchar, a dialogar y a negociar soluciones viables
que no obedecen a ningún “instinto de clase” adquirido por ciencia infusa, y
menos aún a ningún catecismo infalible bajado a nosotros desde las alturas.
Ahora las cosas son
de otro modo, pero apostaría a que en los comiteles centrales sigue faltando
cultura de fábrica, y a que de ahí provienen determinados resbalones.
Pero no es esa la
cuestión que me aflige. Y tampoco la de los liderazgos. ¿Por qué no va a
resistir Pedro Sánchez la comparación con sir Winston Churchill, aquella
sabandija que solo acertó una vez en su lamentable carrera política, y se vio
premiado además de rebote con un infumable Nobel de literatura?
No importan tanto
los liderazgos. Rommel era cien veces mejor táctico que el viejo Monty, del que
se reía todo el mundo, pero Monty ganó la batalla de El Alamein por el sencillo
procedimiento de taponar todas las vías por las que podía ser flanqueada y
tomada del revés su posición. Y a partir de ese giro copernicano de la ciencia
militar, su adversario aprendió que la táctica es una sucia manía, un regate en
corto, si no va acompañada por una logística adecuada.
Yo pediría
respetuosamente que se deje de poner nota a los miembros del gobierno. Importa
el resultado y no el jogo bonito, como
expresaba en mi post de ayer. En el equipo titular hay ciertamente virtuosos y
tuercebotas, pero todos ellos están ahí, y quien gana o pierde la competición no
son ni las individualidades ni las distintas partes componentes. Gana o pierde
el equipo, el bloque, y la primera condición para la victoria es la de juntar las
líneas.
O eso dicen los
entrenadores.