sábado, 23 de mayo de 2020

JUNTAR LAS LÍNEAS



El equipo de gobierno (imagen tomada de el diario.es)


Lo que me dispongo a escribir difícilmente va a ser bien entendido, y posiblemente me valga algún capón por parte de quienes son aficionados a propinarlos.

Es ello que en la recentísima minicrisis sobre una cuestión filosófica casi metafísica y de corte nominalista ─la derogación in toto y con fecha de caducidad de la reforma laboral del año 12─, se ha dado un abanico de reacciones críticas que han acentuado uno u otro aspecto en función de los argumentarios de las casas madre. Prevalece la sensatez, pero es una sensatez cuajada de matices diferenciados. Se ha señalado con el dedo a varios culpables, no los mismos en todos los casos.

Supongo que todo eso tiene que ver con nuestra educación sentimental. Hace unos cuantos años, las cosas eran abiertamente así y nadie se escandalizaba. Adelanto una anécdota y luego esbozo una hipótesis de explicación.

La anécdota: me encontré hará un par de años a la puerta de la sede de Comisiones de Cataluña con un viejo compañero al que no veía desde tiempos casi inmemoriales. Nos saludamos, nos abrazamos, nos palmeamos la espalda, intercambiamos los consabidos «cómo te va». Entonces él se puso serio: «Lo que está ocurriendo ahí dentro [señalando la puerta] es una vergüenza. Supongo que sabes a qué me refiero.» «Ni idea, le dije. Cuéntame.» Casi empezó a hacerlo, pero se interrumpió de pronto, me miró a los ojos y me preguntó: «Oye, ¿tú con quién te juntas?»

Le dije que con nadie y con todos; pero esa no era la respuesta correcta. Me dio largas y se despidió.

Vamos ahora a la hipótesis de explicación. En el funcionamiento, sin duda plenamente democrático, del sindicato en las épocas en las que mi amigo y yo militábamos a tiempo completo, tenía una importancia esencial con quién te juntabas. Sin duda, la dirección colectiva del sindicato elaboraba su línea con plena independencia respecto de los partidos políticos, pero las personas que formábamos parte de esa dirección militábamos por lo general en unos partidos que, casi sin excepción,  funcionaban según la norma del "centralismo democrático".

Entonces, nuestras intervenciones y nuestras tomas de posición estaban condicionadas desde su origen. Cuando votabas una línea de acción concreta en una casa, tenías conciencia de que el sentido de tu voto podía acarrearte una acusación de desviacionismo en otra casa que era también tuya.

Quizás en esa esquizofrenia cabe encontrar la clave de tantas ocasiones históricamente malbaratadas. Debo decir en honor de mi generación que ese asunto nos preocupó mucho y que buscamos resolverlo de distintas maneras. Luchamos contra dogmas difícilmente comprensibles, misterios de la santísima trinidad que nadie entendía en realidad, pero que todos repetían a cosica hecha. Intentamos infundir en los comiteles centrales algo que entre nosotros llamábamos “cultura de fábrica”, la sensatez peculiar de quien se enfrenta todos los días a la contradicción principal y ha aprendido a escuchar, a dialogar y a negociar soluciones viables que no obedecen a ningún “instinto de clase” adquirido por ciencia infusa, y menos aún a ningún catecismo infalible bajado a nosotros desde las alturas.

Ahora las cosas son de otro modo, pero apostaría a que en los comiteles centrales sigue faltando cultura de fábrica, y a que de ahí provienen determinados resbalones.

Pero no es esa la cuestión que me aflige. Y tampoco la de los liderazgos. ¿Por qué no va a resistir Pedro Sánchez la comparación con sir Winston Churchill, aquella sabandija que solo acertó una vez en su lamentable carrera política, y se vio premiado además de rebote con un infumable Nobel de literatura?

No importan tanto los liderazgos. Rommel era cien veces mejor táctico que el viejo Monty, del que se reía todo el mundo, pero Monty ganó la batalla de El Alamein por el sencillo procedimiento de taponar todas las vías por las que podía ser flanqueada y tomada del revés su posición. Y a partir de ese giro copernicano de la ciencia militar, su adversario aprendió que la táctica es una sucia manía, un regate en corto, si no va acompañada por una logística adecuada.

Yo pediría respetuosamente que se deje de poner nota a los miembros del gobierno. Importa el resultado y no el jogo bonito, como expresaba en mi post de ayer. En el equipo titular hay ciertamente virtuosos y tuercebotas, pero todos ellos están ahí, y quien gana o pierde la competición no son ni las individualidades ni las distintas partes componentes. Gana o pierde el equipo, el bloque, y la primera condición para la victoria es la de juntar las líneas.

O eso dicen los entrenadores.