sábado, 16 de mayo de 2020

RACKET


Sigo con preocupación las noticias sobre las maniobras de la empresa Nissan en Cataluña. Mi amiga Mercé Andrés Daina, ex trabajadora de Nissan, cuelga muchas notas sobre el tema en FB, y recientemente tanto Isidor Boix como Javier Pacheco han dado voz a propuestas para una alternativa que permitiría mantener tanto los puestos de trabajo como las perspectivas de beneficios en las factorías catalanas.

Hasta cuándo, no es posible decirlo. Los interrogantes sobre el sector del automóvil y la competencia feroz entre grupos multinacionales que aspiran a situaciones de cuasi monopolio desestabilizan todo el tablero. Yo soy jugador de ajedrez, no de póquer. La diferencia entre un juego y el otro es que en el primero todas las piezas están a la vista, y uno puede establecer estrategias a partir de una posición determinada; en el otro caso, las cartas de los rivales están ocultas y todo es más bien cuestión de psicología y de adivinación.

Sigue considerándose la estrategia empresarial como una cuestión enteramente privada: uno concurre al mercado, maneja sus opciones y obtiene unos resultados.

Se trata de una mentira interesada. Nada ocurre así en la realidad. Las leyes del mercado no son inmutables, estamos en el soft-power, en los acuerdos detrás de las bambalinas que ningunean y se desentienden de las leyes nacionales e internacionales, y establecen su propio “reglamento” de juego para la ocasión. El acuerdo que será posible ─si lo es─ alcanzar en Nissan-Cataluña para el día 28 próximo, solo servirá hasta el próximo reparto de cartas con las que jugar la siguiente baza.

Si no acertamos a poner un remedio más consistente.

Pero para poner ese remedio será preciso que gobiernos, organismos financieros e instituciones políticas y jurídicas internacionales endurezcan las reglas del juego e impriman un sesgo distinto a la racionalidad de las normas imperativas, al hard-power.

Ese poder normativo debería tender a privilegiar la utilidad social del trabajo por delante del beneficio privado; a desplazar el PIB como medida de todas las cosas en economía; a castigar de forma ejemplar un tipo de emprendimiento que no crea valor sino que extrae valor de una fuerza de trabajo superexplotada, empujándola a la precariedad y a la miseria.

Acabo de leer un polar de Dominique Manotti, Racket (Gallimard 2018. No hay hasta el momento versión española.) Según la autora, la trama se inspira libremente en el affaire Alstom (2013-2015). «La estructura narrativa de la novela está construida a partir de los mecanismos utilizados en la “vida real” por una gran empresa americana (General Electric) para absorber a una sociedad francesa (Alstom)», dice en un Avertissement colocado antes del prólogo para señalar que todos los personajes que aparecen son de ficción.

Los mecanismos en cuestión incluyen un chantaje inicial al director general de la “imaginaria” empresa francesa, ciertas decisiones de la Justicia americana sin aparente relación con la política económica de la Administración, algunos sobornos millonarios, movimientos solapados del FBI y de la CIA en dirección a los eslabones más débiles de la cadena de mando de la empresa francesa, la indestructible amistad y cooperación leal de una diplomacia francesa que no se entera de nada porque no desea enterarse, dos o tres jubilaciones anticipadas más o menos forzosas pero bien remuneradas de los altos cargos franceses más renuentes, algunos rumores fake aireados en los medios sobre las finanzas de la empresa francesa para empujar a la baja sus acciones, y unos cuantos asesinatos a cargo de sicarios bien pagados para evitar que gargantas profundas se vayan de la lengua.

Dominique Manotti ha sido sindicalista y militante del Partido Comunista Francés, antes de dedicarse a la literatura negra; este es ese tipo de detalles que los medios suelen omitir en la biografía de los artistas y literatos.

El mundo que describe Manotti es aquel en el que vivimos, y ella lo conoce de primera mano.