martes, 5 de mayo de 2020

UNA EDUCACIÓN SENTIMENTAL



En el fotograma de 'Porte des Lilas', el policía muestra a Juju la prueba irrefutable del hurto cometido: la lata de foiegras vacía. En segundo plano, el Artista cómplice de la merienda, inseparable de su guitarra, constata la evidencia.


Me impactó el artículo de ayer del Bizco Pardal en el blog “El desierto de los tártaros”, porque Puerta de las Lilas formó parte importante de mi educación sentimental. He intentado recuperar la película de algún recoveco de las entrañas de mi televisor, pero al parecer es de Netflix, una plataforma no incluida en mi contrato.

En mi niñez, el cine era una ventana abierta a un mundo desconocido. Muy en particular cuando pasamos de los dibujos animados (Donald, Bambi, Tom y Jerry) al cine épico de Hollywood, por lo general de hazañas bélicas, del oeste o de romanos. Las conexiones con nuestra realidad autárquica eran muy escasas, por no decir nulas. Tuve una crisis de autoestima cuando mi hermana Fina me llamó “Nerón” por alguna barrabasada que le hice. El calificativo venía directamente de las explicaciones paternas en relación con un cartel que habíamos visto de la película Quo Vadis (para la película misma aún no teníamos edad). En Quo Vadis aparecía Deborah Kerr, rubia y mártir, toda vestida de blanco, atada a un poste y sometida a la furia de un toro bravo, de la que conseguía salvarla in extremis el forzudo Ursus.

Toda una metáfora de una estructura sentimental impuesta. En Solo ante el peligro, la rubia vestida de blanco era Grace Kelly, y Gary Cooper ejercía de Ursus. No es que los forajidos que llegaban en el tren tuvieran intenciones aviesas respecto de Grace, pero la estructura del relato era la misma.

Las heroínas del cine tolerado para menores eran por lo general rubias, altivas, de elevada consistencia moral, e inaccesibles. Figuras arcangélicas desprovistas de alas pero igualmente ideales. Sabíamos que existía otra clase de mujeres, a veces incluso también rubias (Marilyn Monroe), con la connotación de “lascivas”, que era lo peor que se podía decir de ellas. Pero estaban reservadas a los mayores con reparos, eran chicas 3R o decididamente 4, y quedaban fuera de nuestro campo de visión.

La aparición en la pantalla de mujeres de otro tipo (morenas por lo general), “accesibles” aunque no declaradamente lascivas, y por consiguiente aptas (con reparos) para menores, tuvo lugar en mi caso en el contexto del cine europeo: francés, por más señas. Dany Carrel fue la primera de ellas: era la camarera de un bistro del extrarradio parisino, pizpireta, enamorada de un truhán con el que planeaba fugarse, y le tenía sorbido el seso a Juju (Pierre Brasseur). En la película estaba también el Artista (Georges Brassens), objeto de toda mi admiración de otro tipo. Escuché por primera vez aquellas rimas dislocadas e hipnóticas: J’suis issu de gens / qui étaient pas du gen- / re sobre. / On conte que j’eus / la têtée au jus / d’octobre.

El segundo hito fue Giulia Rubini en Cuatro pasos por las nubes, de Mario Soldati, con Fernandel. Giulia ha quedado embarazada en París de un novio que se ha desentendido de ella, y vuelve a la casa paterna, en la Provenza, llena de aprensión; tanto, que propone a un viajante de comercio desconocido que pase por su marido durante unos días, luego se despida para una larga temporada debido a negocios improrrogables, y le proporcione así a ella un paraguas moral bajo el cual afrontar la perspectiva del parto y la crianza sin el estigma consiguiente de madre soltera.

Es decir, la película estaba poblada de toda la especie de “cositas” que mi madre y mi tía Pili, guardiana de la moral cultural en la familia, querían tener alejadas de mi experiencia directa. Y sin embargo la vi, quizá porque se trataba de una película de Fernandel y a ellas les pareció que sería de risas.

El tercer hito, ya mucho más explícito, fue Le dejeuner sur l’herbe, de Jean Renoir, un canto a la alegría de vivir y a la sensualidad. Mi tercera musa fue Catherine Rouvel interpretando a Nénette, la aldeana también provenzal que captura la atención y la sensibilidad del rígido profesor Paul Meurisse, para quien solo la ciencia es importante.

Poco después empezarían ya a aparecer en la gran pantalla de mi vida las “otras”, las decididamente lascivas, encabezadas por Cyd Charisse y su número de baile en Cantando bajo la lluvia, otro descuido de los censores que, por tratarse de un musical, consideraron improbable el terremoto que la tórrida Cyd iba a desencadenar en mi frágil conciencia.