En el fotograma de 'Porte des Lilas', el policía
muestra a Juju la prueba irrefutable del hurto cometido: la lata de foiegras
vacía. En segundo plano, el Artista cómplice de la merienda, inseparable de su guitarra, constata la evidencia.
Me impactó el
artículo de ayer del Bizco Pardal en el blog “El desierto de los tártaros”, porque
Puerta de las Lilas formó parte importante
de mi educación sentimental. He intentado recuperar la película de algún
recoveco de las entrañas de mi televisor, pero al parecer es de Netflix, una
plataforma no incluida en mi contrato.
En mi niñez, el
cine era una ventana abierta a un mundo desconocido. Muy en particular cuando
pasamos de los dibujos animados (Donald, Bambi, Tom y Jerry) al cine épico de
Hollywood, por lo general de hazañas bélicas, del oeste o de romanos. Las
conexiones con nuestra realidad autárquica eran muy escasas, por no decir
nulas. Tuve una crisis de autoestima cuando mi hermana Fina me llamó “Nerón”
por alguna barrabasada que le hice. El calificativo venía directamente de las explicaciones
paternas en relación con un cartel que habíamos visto de la película Quo Vadis (para la película misma aún no
teníamos edad). En Quo Vadis aparecía
Deborah Kerr, rubia y mártir, toda vestida de blanco, atada a un poste y
sometida a la furia de un toro bravo, de la que conseguía salvarla in extremis el forzudo Ursus.
Toda una metáfora
de una estructura sentimental impuesta. En Solo
ante el peligro, la rubia vestida de blanco era Grace Kelly, y Gary Cooper
ejercía de Ursus. No es que los forajidos que llegaban en el tren tuvieran
intenciones aviesas respecto de Grace, pero la estructura del relato era la
misma.
Las heroínas del
cine tolerado para menores eran por lo general rubias, altivas, de elevada consistencia
moral, e inaccesibles. Figuras arcangélicas desprovistas de alas pero
igualmente ideales. Sabíamos que existía otra clase de mujeres, a veces incluso
también rubias (Marilyn Monroe), con la connotación de “lascivas”, que era lo
peor que se podía decir de ellas. Pero estaban reservadas a los mayores con
reparos, eran chicas 3R o decididamente 4, y quedaban fuera de nuestro campo de
visión.
La aparición en la pantalla
de mujeres de otro tipo (morenas por lo general), “accesibles” aunque no
declaradamente lascivas, y por consiguiente aptas (con reparos) para menores,
tuvo lugar en mi caso en el contexto del cine europeo: francés, por más señas.
Dany Carrel fue la primera de ellas: era la camarera de un bistro del extrarradio parisino, pizpireta, enamorada de un truhán
con el que planeaba fugarse, y le tenía sorbido el seso a Juju (Pierre
Brasseur). En la película estaba también el Artista (Georges Brassens), objeto
de toda mi admiración de otro tipo. Escuché por primera vez aquellas rimas
dislocadas e hipnóticas: J’suis issu de
gens / qui étaient pas du gen- / re sobre. / On conte que j’eus / la têtée au
jus / d’octobre.
El segundo hito fue
Giulia Rubini en Cuatro pasos por las
nubes, de Mario Soldati, con Fernandel. Giulia ha quedado embarazada en
París de un novio que se ha desentendido de ella, y vuelve a la casa paterna, en
la Provenza, llena de aprensión; tanto, que propone a un viajante de comercio
desconocido que pase por su marido durante unos días, luego se despida para una
larga temporada debido a negocios improrrogables, y le proporcione así a ella un
paraguas moral bajo el cual afrontar la perspectiva del parto y la crianza sin
el estigma consiguiente de madre soltera.
Es decir, la
película estaba poblada de toda la especie de “cositas” que mi madre y mi tía
Pili, guardiana de la moral cultural en la familia, querían tener alejadas de
mi experiencia directa. Y sin embargo la vi, quizá porque se trataba de una
película de Fernandel y a ellas les pareció que sería de risas.
El tercer hito, ya
mucho más explícito, fue Le dejeuner sur
l’herbe, de Jean Renoir, un canto a la alegría de vivir y a la sensualidad.
Mi tercera musa fue Catherine Rouvel interpretando a Nénette, la aldeana
también provenzal que captura la atención y la sensibilidad del rígido profesor
Paul Meurisse, para quien solo la ciencia es importante.
Poco después empezarían
ya a aparecer en la gran pantalla de mi vida las “otras”, las decididamente
lascivas, encabezadas por Cyd Charisse y su número de baile en Cantando bajo la lluvia, otro descuido
de los censores que, por tratarse de un musical, consideraron improbable el
terremoto que la tórrida Cyd iba a desencadenar en mi frágil conciencia.